Ensayo

Las Españas vencidas del siglo XVIII

Ernest Lluch

27 junio, 1999 02:00

Barcelona Critica, 1999. 252 páginas, 3.900 pesetas

Lluch es bastante más matizado de lo que es habitual encontrar en la historiografía catalanista al uso y su libro está lleno de asuntos de interés. Lo que falla es el punto de partida, la identificación de la Guerra de Sucesión... como una guerra de conquista castellana

L as Españas vencidas del siglo XVIII es la versión en la otra lengua propia de Cataluña de lo que hace tres años se publicó con el título de La Catalunya vençuda del segle XVIII. Se trata, en todo caso, de algo distinto a una mera traducción, no sólo porque como aclara Ernest Lluch no es éste el término adecuado para quien usa por igual de las dos lenguas, sino porque el texto ha experimentado supresiones y adiciones de alguna importancia.
La principal, añadir un capítulo en el que a base de textos elaborados se ocupa de ilustrados de la Corona de Castilla, como Sarmiento, Pedro Campomanes y Gaspar Melchor de Jovellanos, dice Lluch que como "contrapunto".
No son ésas páginas que digan nada nuevo, aunque bien está puntualizar los límites del librecampismo de Gaspar de Jovellanos señalando su sincretismo doctrinal y su disposición hacia el intervencionismo en economía. Lo relevante de las mismas es hacer aflorar el fondo polémico del libro.
El propósito confeso de Lluch al incluirlas es emprenderla con unos molinos de viento llamados "historia oficial castellanista dominante" e "historiografía oficial asturcastellana" que, por fantasmagóricos, hurtan el cuerpo a sus animosos mandobles.
El cultivo de la historia del siglo XVIII es hoy en España amplísimo y tan variado en cualquier especialidad que resulta imposible sostener que haya un paradigma dominante, que de haberlo tenga algún colorido nacionalista y no habiendo instancia (ni siquiera la comunidad científica) oficializadora, mal podría ser oficial; la única excepción está en Cataluña donde sí rige la oficialización nacionalista.
Las Españas vencidas revela un conocimiento a fondo de la publicística del XVIII y un uso regular de los mejores instrumentos bibliográficos para trabajar ese período. La estructura de la obra resulta, sin embargo, algo dispersa, yuxtaponiendo asuntos que no acaban de encontrar un encaje conjunto para demostrar las tesis del autor. Así, el estudio sobre el Hospital e iglesia de la Corona de Aragón en Madrid, partiendo de un encuadramiento teórico prometedor -el de las redes comerciales- sirve para poco más que para ilustrar la polisemia del término "nación" antes del siglo XIX según su empleo por los predicadores en los cultos de la virgen de Montserrat, pero nada concluye sobre la densidad y el peso social de los catalanes y originarios de la Corona aragonesa en general en Madrid.
Tampoco hay mucho nuevo sobre la universidad de Cervera y los establecimientos de enseñanza superior en la Barcelona del setecientos, y no contará nunca entre lo mejor de Ernest Lluch su desmañada incursión bibliométrica sobre la edición en catalán durante el Antiguo Régimen, un capítulo que autorizaría a que se le aplicasen las mismas severas descalificaciones con las que él se despacha, sin venir mucho a cuento, con el hispanista David Gies.
El meollo del libro de Ernest Lluch viene a sostener que tras la derrota de los partidarios del archiduque Carlos en 1714 y las subsiguientes medidas de Felipe V ("asesinato político y lingöístico") pervivió en la Corona de Aragón, aunque no sólo, un irredentismo austracista que propugnaba el restablecimiento de las antiguas instituciones para asentar una estructura de gobierno inspirada en el sistema "austrohúngaro", además esos austracistas aragoneses fueron receptivos a las ideas del cameralismo germánico (pero sin llegar nunca a demostrar que tuviera, ni por asomo, un peso comparable al influjo francés) y que en Cataluña floreció una Ilustración propia, distinta a la castellana "de funcionarios" y capaz de llenar el siglo de hierro que para la historiografía catalanista ha sido siempre el XVIII.
Ernest Lluch sostiene que esa centuria no fue un mero período de castellanización y pretende probarlo aduciendo cosas distintas e inventariando nombres relevantes en la historia de las letras y las artes. Sucede que de lo que habla es de una Cataluña de límites difusos y dúctiles equivalentes al área lingöística del catalán y sus dialectos, de dónde emanaría -parece- una especie de fluido telúrico capaz de hacer del alicantino Martín y Soler (formado en Madrid y que vivió en media Europa conocido como el "Spagnuolo") un músico ilustrado catalán, como Soler (más de media vida monje en El Escorial desarrollando una estética puramente italianizante matizada por el tradicionalismo de De Nebra). Algo parecido cabría decir de Masdéu, o preguntarse por qué excluir a Cerdá y Rico o a Lamprillas, primeros teóricos y antólogos de la literatura española.
Lluch es bastante más matizado y sutil de lo que es habitual encontrar en la historiografía catalanista al uso y su libro está lleno de asuntos de interés. Lo que falla es el punto de partida, la identificación de la Guerra de Sucesión, un conflicto civil con partidarios de las dos facciones repartidos en cualquier lugar de España, como una guerra de conquista castellana. Y, desde luego, no entender que le sobra razón a Santos Juliá al definirla ante todo como internacional (por cierto, sorprende que Lluch no conecte el auge de la panfletística austracista de 1734-36 con los éxitos hispanofranceses en Italia). Sin cuestionar esas tomas de posición es difícil no acabar haciendo historia "oficial", y lo malo de ciertas historias oficiales es que son como agujeros negros: engullen las mejores energías, también las intelectuales, y dejan entenebrecidas partes de un universo que es siempre más rico y complejo.