Ensayo

Diario

André Gide

18 julio, 1999 02:00

Selección, traducción y prólogo de Laura Freixas. Alba Editorial. Barcelona, 1999. 503 páginas, 3.700 pesetas

Hay que saber leer diarios para enfrentarse a éste de Gide porque el problema de la sinceridad o de su falta, es consustancial a su escritura. No es sólo lo que dice, sino lo que calla o queda esbozado entrelíneas.

A fortunadamente en este curso literario el lector español ha podido acceder a muestras antológicas de dos de los más importantes diarios de la literatura francesa. Si hace unos meses comentábamos la magistral edición del diario de León Bloy llevada a cabo por Cristóbal Serra, la misma calificación sirve para el trabajo que ha realizado ahora Laura Freixas con André Gide. Un trabajo de selección que si bien opera con un corpus reducido, consigue sin embargo retratar muy justamente tanto el mundo, las obsesiones como la sobresaliente factura de este escritor. Para ello ha utilizado el material inédito recogido en la nueva edición de la Bibliothèque de La Pléiade (1996). Pero el mérito de Laura Freixas no estriba sólo en su selección (por la que podemos seguir los intereses de Gide a través de sus diferentes edades) sino también en su muy aceptable traducción a pesar de que se deslicen algunas erratas, y en mostrarnos en el prólogo la personalidad humana y literaria del escritor francés, en las paradojas lúcidas que marcaron su evolución intelectual, a la vez que en el carácter errante de toda su obra. Creo, no obstante, que sus opiniones sobre el origen del género y su pretendida ausencia en la literatura española, necesitan de algunas matizaciones.
¿Está Gide por completo en las páginas de su monumental Diario? Este apóstol del malditismo, de la vida nómada, de una moral desviada respecto a las costumbres de su época, escribió aquí sólo en parte algunas de las cosas que más podían interesarle. Es exagerado pensar, como Giovanni Papini, que lo suyo fuera el turismo intelectual, el egocentrismo anárquico y el gusto de la sodomía, pero muchas de sus anotaciones de la primera época no se sustraen a la efusión sentimental y pseudorreligiosa, y otras de su época de madurez a ese "culte du moi" falsamente humilde.
Sin duda hay que saber leer diarios para enfrentarse a éste de Gide porque el problema de la sinceridad o de su falta, es consustancial a su construcción, a su escritura. No es sólo lo que explícitamente dice, sino lo que calla o queda esbozado entre líneas. Con todo ello su retrato no deja de ser apasionante y bastante fiel a la cultura del siglo que lo ha propiciado.
De los sesenta años que abarca su escritura, asistimos no sólo a las vicisitudes de su vida personal (un matrimonio "contratado", una hija ilegítima), a sus viajes permanentes por Europa y áfrica, sino que nos invita a introducirnos en su taller de escritor y nos hace partícipes de sus relaciones y opiniones en el mundo literario, de Pierre Louÿs a Paul Valéry, de Proust a Thomas Mann o a Roger Martin du Gard. Pero lo que más nos atrae de él es que supo expresar mediante su literatura algo humanamente profundo y muy contemporáneo. Su grandeza no está en la trascendencia, sino en esos "nourritures terrestres" de los que fue portavoz: el sexo, la sensación, el placer, lo demoníaco, incluso en los momentos más duros por los que hubo de pasar como fueron las dos guerras mundiales, donde las ideas para él están por encima de la tragedia, por lo que no es extraño su simpatía con Jönger. Hasta el final fue un peregrino de todos los santuarios de la estética, sobre todo por esa repulsión que sentía a toda doctrina, a toda certeza, a toda fe.
No es extraño por eso, que en estas páginas, recorra una aventura espiritual que lo lleva del protestantismo al catolicismo y de ahí a un agnosticismo dramático. él prefirió burlarse a abrazar otra fe que no fuera la suya, personal y egocéntrica. Lo mismo que si simpatizó con la doctrina del comunismo fue en parte por estar a la moda de los intelectuales de los años 30, para inmediatamente criticar la beatería del sistema de Stalin. De él nos quedarán otras sabidurías presas del tufo del mal: el olor del pecado y de la delincuencia, del homicidio gratuito y de la pederastia, del sadismo intelectual. Todo lo que le llevó irremisiblemente a ese mundo de transgresores de marginales, de condenados, de enfermos, de malditos y de frenéticos. Es decir de seres que vive en los extremos, como escribe en la nota de julio de 1910: "Situar la idea de perfección, el anhelo, ya no en el equilibrio y la mesura, sino en el extremo, eso es quizá lo que mejor señalará nuestra época".
En su Diario aparentemente está la voz más candorosa de Gide, pero juntando las piezas de su inmenso puzzle, reconstruyendo la topografía del volcán que estalla en sus palabras, incluso en sus etapas de arrepentimiento, de amor hacia su mujer por ejemplo, lograremos entrar en lo que está más allá de esta máscara: esa sombra escondida que una noche de julio de 1942 fornica con un jovencísimo militar en Túnez y que ve en ello el símbolo supremo de su vida, de su moral y de lo que expresa su literatura. Una literatura que también en estas páginas no deja de defender su propia poética, la de un lenguaje deliberadamente pobre, depurado, "que no intenta ser de su época, sino desbordar su época".