Ensayo

Juan Ramón de viva voz, II (1932-1936)

Juan Guerrero Ruiz

18 julio, 1999 02:00

Edición de Manuel Ruiz-Funes Fernández. Pre-Textos./Museo R. Gaya. Valencia, 1999. 389 páginas, 4.900 pesetas

Juan Ramón caricaturiza con cabeza: Lorca le parece una prolongación de Zorrilla y Villaespesa; Machado, un "holgazán", reñido con el jabón; Bergamín, un escudero de Ramón Sijé; Gómez de la Ser-na, un "cursi sublime" y Pedro Salinas, "el burgués de la poesía"

S i Juan Ramón no fuera un gran poeta, parecería lo que, en el Siglo XVIII, se denominó una "salonniére", pues, como aquellas damas, abrió salones, coleccionó odios y enemistades, recibió toda suerte de invitados, fue objeto de injurias más o menos pasajeras, practicó el difícil arte de la maledicencia y brilló en todos los frentes de la conversación. Jaime Gil de Biedma decía de él que era un "literato" y esa es la impresión que produce este segundo tomo de su estilo hablado, que se diferencia del primero en que tiene menos chispa, interés y tensión. Si aquel cubría el espacio temporal comprendido entre 1915 y 1931, éste cubre un trayecto más preciso y más corto: el que se extiende del 10 de enero de 1932 al 29 de junio de 1936. En aquel había un Juan Ramón "de viva voz"; en éste, otro mucho más telefónico.
Lo más significativo del volumen es su contribución a la intrahistoria de las polémicas y la crónica que ofrece de la obsesión por ordenar y depurar su obra y seguir teniendo todo el poético poder. También contiene información puntual sobre la boda de Altolaguirre; refiere el suicidio de la escultora Margarita Gil Roesset; traza el mapa de un cada vez más fragmentado 27, en el que Lorca intenta apartarse de Neruda, Alberti vive por su cuenta, Salinas, Guillén y Diego forman el grupo de los "Físicos y químicos", y Altolaguirre, Cernuda, Prados y Aleixandre, la "Constelación Rosicler".
Juan Ramón caricaturiza cuanto puede e insulta con tanto acierto como propiedad. No deja títere con cabeza: Lorca le parece una prolongación de Zorrilla y Villaespesa; Machado, un "holgazán", reñido desde siempre con el jabón; Bergamín, un escudero de Ramón Sijé; Gómez de la Serna, un "cursi sublime" y Pedro Salinas, "el burgués de la poesía": un "camaleón y Judas poético y político". Salva a Guillén, al que considera "el mejor de todos los poetas jóvenes"; desprecia al oportunista Azorín, al que, como acuse de recibo de El Chirrión de los políticos, envía la siguiente tarjeta: "Lamento su actitud crítica actual y le devuelvo el ejemplar de su libro que ha tenido la atención de enviarme"; se burla de los ministros que conoce, precisamente por eso, porque los conoce.
Lidia con los editores, los derechos de autor y la imprenta; habla de Daniel Vázquez Díaz y de Pastora Imperio; desenmascara a Jaime Luis Piquet; critica a los filólogos que "en vez de buscar lo esencial de un poeta, pierden el tiempo en recoger lo inútil"; hace un recorrido por el no siempre claro mundo de los editoriales, los periódicos y las revistas; considera "equivocado en su teoría de Valéry"; afirma que Dámaso es "un poeta menor": "un tardo poeta, filólogo considerable y el gran trabajador del grupo"; llama "post-míos" a todos los jóvenes poetas, salvo a Guillén, al que define como "acendrado poeta literario", y a Salinas, al que ve como "diestro armonizador de discreteos conceptuales"; comenta el parecido de Federico de Onís con Charlot; y se reconoce miembro de la generación del 14, junto con Ortega, Pérez de Ayala, d’Ors y Picasso.
Expone su concepto de la corrección: "todo lo que he escrito -dice- lo respeto, pero lo mejoro"; sostiene que Claudel y Francis Jammes "son los dos mejores poetas actuales de Francia -digan lo que quieran los poetillas"; arremete contra Poeta en Nueva York de Lorca; explica que Gerardo Diego "es solamente un aficionado" y que Alberti "sucesivamente ha ido haciendo lo que creía que estaba de moda". Lamenta la inexistencia de una gran crítica en España; demuestra estar al tanto y conocer muy bien la poesía europea y norteamericana de este siglo; relata sus crispadas relaciones con los médicos, a los que les discute, les diagnostica y les receta. No ve "un gran poeta" en Rosales y admite, en Miguel Hernández, "cierta calidad poética de valor".
Este segundo tomo es de cocina, de despensa, de cuarto de baño y de mesa camilla, y está, en todo, muy por debajo del anterior, al que sólo prolonga. Sin embargo, contribuye a fijar muy bien la evolución y las tendencias literarias y sociales de la época; ofrece una imagen en espejo convexo y, de vez en cuando, muy de vez en cuando, alguno que otro destello e iluminación como lo que dice de Lourdes, el encuentro con Marañón a propósito de la Academia, su apoyo a Azaña, su visión de la inestabilidad política europea, sus observaciones sobre el cambio de costumbres operado en la mujer de los años treinta, su idea de que "todo poema lleva dentro de sí el propio poema perfecto", la historia del poema en prosa en España, y su doble lema: "El orden es la libertad" y "El hombre que tiene orden en su vida es libre". El prólogo es discreto y las notas, no demasiado exactas. Hay erratas que corregir y faltas de ortografía que subsanar. Como lectura es divertida; como texto, algo informe.