Ensayo

Curro Romero. La esencia

Antonio Burgos

27 febrero, 2000 01:00

Planeta. Barcelona, 2000. 410 páginas, 2.900 pesetas

"S e torea como se es". "Se es como se nace". De esas dos afirmaciones -por más que el que firma esté más de acuerdo con la primera que con la segunda-, puede decirse que brota la realidad de la existencia de Curro Romero, a mi juicio -compartido por curristas, romeristas y quienes no lo son tanto-, el torero más grande de la segunda mitad del siglo XX y no sabemos aún de cuantos años del siguiente. Sobre la magnitud de su torería se ha escrito y se ha hablado de manera tan abundante como devota, sin que haya faltado, claro, quienes hayan empuñado la pluma para discutir su concepto del arte o para denostarlo con algunos de los improperios más sangrientos que se hayan escrito sobre torero alguno. De éstos, de quienes teniéndolo ante los ojos no son capaces de "verlo", se ha dicho, repetidamente, que hay que ejercer con ellos la cristiana virtud de la caridad, porque bastante desgracia llevan ya en su incurable ceguera como para castigarlos además con el insulto o el desprecio.
Sin embargo, la vida misma de Curro Romero -único nombre con el que verdaderamente le gusta que le llamen- ha sido, hasta la fecha, salvo para quienes lo conozcan personalmente o sus poco numerosos íntimos, cosa casi secreta. Son escasas, incluso, las entrevistas que ha concedido a lo largo del casi medio siglo ininterrumpido que lleva pisando los ruedos, y en las que ha dado, habla menos siempre Curro que el generalmente adulador o ignorante periodista que le pregunta.
De ahí el principal interés de este Curro Romero. La esencia, en el que el periodista y escritor sevillano Antonio Burgos ha recogido más de cuarenta horas de charla con el hombre y el torero, en las que Curro rememora sus sesenta y siete años pasados, desde sus modestísimos orígenes -hijo de jornalero y de mujer trabajadora- en el pueblo de Camas, hasta el espléndido presente que asegura vivir, gracias a su apogeo creador frente al toro y a una plenitud semejante junto a una mujer "que es bella por fuera y por dentro", Carmen Tello -sobre la que la proverbial discreción de Curro no añade ni un dato ni una anécdota más-.
Dividido en tres partes correspondientes a los tres tercios de la lidia, "Hay ahí en Camas uno que le dicen Curro...", "El Tarro de las esencias" y "El Faraón", el texto se compone mediante capítulos breves, titulados independientemente, que refieren anécdotas, sucesos, pensamientos narrados por el torero y aliñados literaria y cronológicamente por el escritor, que ha añadido como complemento a los que supongo sus propios recuerdos -asegura que estaba en La Maestranza cuando su debú sevillano- la reproducción de algunas crónicas y reseñas de época.
Se desprende de la lectura un hombre que aúna la grandeza que es el toreo y su personalísima concepción del mismo -hasta el punto de que todo en Curro termina definiéndose por la estética con que ha sido pensado y llevado a la realidad perceptible, no en vano el segundo apellido de su madre era Velázquez- con la de una bondad imbuida por la conducta de sus padres -que nunca le enseñaron a odiar en una España llena de odios- y una ética personal basada en los mismos elementos que sustentan su forma de estar y hacer en la plaza: la quietud, la armonía, la gracia, la profundidad de la pureza y el cataclismo de lo bello hecho movimiento y carne arrebujada.
No sé determinar exactamente los méritos de cada participante en el resultado final del libro. Si sé que viéndolos a ambos en una reciente y poco informada por parte del entrevistador comparecencia en la segunda cadena de televisión española, las parcas y justas intervenciones de Curro Romero brillaban bajo el torrente laudatorio de su compañero (al que se lo perdono por currista, pero no por escritor) y las meteduras de pata del periodista "político" en cada ocasión que regalaba su opinión. Y, sobre todo, una cosa destacaba, la fijeza de la mirada del torero, tan directa y de frente, tan poderosa, tan decidida y tan resuelta y arrojada como la que le gusta en los animales ante los que con mayor orgullo arriesga la vida, la del toro de lidia verdaderamente bravo.