Ensayo

Oscar Wilde

André Gide

12 marzo, 2000 01:00

Traducción de Enrique Ortenbach. Lumen. 122 páginas, 1.850 pesetas

Gide conoció a Wilde en París en 1891. El irlandés era un autor consagrado, casi en la cumbre del éxito y del personaje; el francés -de 22 años- acababa de empezar en la literatura. Su primer libro, una miscelánea de prosa y verso, titulado Les cahiers d’André Walter, salió en ese año mismo. Pocas veces se ha contado (hasta que Ellmann lo sugirió en su magna biografía de Wilde, 1987) que Gide medio se enamoró entonces de Wilde, y que sus primeros tiempos de amistad están trufados de admiración apasionada y deseos confusos, que no tuvieron otra respuesta. Wilde era -o tenía- casi todo lo que Gide amaba o anhelaba, y también encarnaba mucho de lo que el joven dubitativo desprecia. Por eso Gide pasó de la admiración incondicional -fascinada- a un cierto desdén. Y desde 1893 no vuelve a ver a Wilde hasta que, en 1895, se lo encuentra en Argelia, en pleno turismo sexual, Wilde en compañía de su amante Lord Alfred Douglas. Luego llega la tragedia -que Gide siguió horrorizado- y cuando en 1987, al salir de prisión, Wilde se instala en Berneval, un pueblecito cerca de Dieppe, Gide -autor exitoso ya de Los alimentos terrenales- es uno de los primeros en acudir a visitar al derrotado, al hombre nuevo, que habla de caridad y sufrimiento. Gide deja de ver a Wilde en París y en 1898 entre otras cosas porque ese Wilde final, destruido, descarado y escandaloso, escandaliza a un Gide, demasiado formal, todavía temeroso y aún dubitativo.

Por eso, a fines de 1901 -un año después de la muerte de Oscar- Gide escribe su In memoriam, unos vivísimos recuerdos de Wilde (en las tres etapas en que lo conoció) con la hermosa lozanía de una sinceridad simpática, porque tras su muerte, Gide ha vuelto a quedar prendado de Wilde. El texto se publicó en 1902 en una revista. El segundo que compone este volumen (que el propio Gide juntó en 1908) es simplemente una crítica -una apreciación, más bien- a la traducción francesa del De profundis, publicada en 1905 (el mismo año que en inglés) aunque fragmentariamente. Esta crítica tiene poco interés. Gide se extraña de ese Wilde franciscano que anhela ser otro, a la par que queda sobrecogido por la sinceridad del dolor. Un mero apunte estupefacto.

Lo interesante es el In memoriam por la frescura y el encanto vital del recuerdo. Aunque no se debe olvidar que Gide lo redacta admirando más al hombre que al escritor. El personaje Wilde le parece fascinador y terrible, al escritor lo juzga (injustamente) con la dureza que pone quien se está desprendiendo de unos rumbos estéticos que halla antiguos, contra quien los encarnó soberanamente. Pero sobre todo, se trata de un texto biográfico -aunque vivo y directo- muy pudoroso. Se insinúa el motivo de la tragedia de Wilde sin nombrarlo: todos lo sabían. Y, sobre todo, Gide se presenta como un espectador interesado, cuando en realidad fue actor, y compartió con Douglas y con Wilde las noches argelinas, el amor que no se atreve a decir su nombre. En honor a Gide habrá que añadir que, años adelante, cuando en su autobiografía Si la semilla no muere... (1921) vuelva a relatar los encuentros con Wilde en Argel, se incluirá, sin tapujos, a sí mismo. Pero eso será más tarde. Cuando Gide era ya un célebre heterodoxo lleno de gloria. De momento el tomito Oscar Wilde es, ante todo, el encantador testimonio de la admiración hacia un personaje fascinador y unos cuantos recuerdos, magníficos, contados de primerísima mano. Un libro delicioso e incompleto. Lumen ha añadido una cronología wildeana y un amplio muestrario de fotos de Wilde (muchas inéditas en España) sacadas quizá del Album Wilde que publicó La plèiade en 1997 o del muy similar que un año después editara en Londres Merlin Holland, el nieto de Oscar. (The Wilde Album). Pero el pie de la última foto (pág. 88) está equivocado. Pese al aire de afecto, no son Wilde y Douglas, sino Lord Alfred y su hermano mayor, quienes están así de acaramelados.