Ensayo

Diarios de juventud

Rainer María Rilke

31 mayo, 2000 02:00

Traducción, prólogo y notas de Eduardo Gil Bera. Pre-Textos. Valencia, 2000. 351 páginas, 3.950 pesetas

A pesar de sus excesos, ¿quién no se acerca hoy a Rilke sin derramar una lágrima de agradecimiento? Supo sacar a la poesía del sentimentalismo simbolista. Y supo darnos el valor de la gran poesía...

¿Fue Rilke un snob histérico, un esteta lipemaníaco? Sus errabundajes por Europa, su eterno viajar romántico uno no sabe si los hizo como una forma de huida personal sincera o como alguien incapaz de verdadero amor. Dicen que soportaba una personalidad exaltada, con abismos interiores que le hacían sumirse en el pánico, en el llanto, o que le elevaban a percibir cualquier sensación de la belleza con un entusiasmo arrebatado. Pero más allá de esto Rilke es un monje contemplativo del monte Athos literario al que entrega su vida. Fue pobre no porque se viera como un bufón de los Salones, como el elemento decorativo que siempre hacía falta en una buena reunión, sino porque sufrió el hiato insalvable entre el yo y la vida y, como Malte, fue un hombre que había perdido su infancia, su casa y andaba a la búsqueda incesante de su identidad. Eso explica muchas cosas, incluso la parte más teatral de su comportamiento.

Esa búsqueda es la que nos encontramos en estos tres diarios (traducidos impecablemente) que se han recopilado bajo el título de Diarios de juventud: el Diario florentino que relata su experiencia toscana en 1898; el de Schmargendorf que comienza donde concluyó el anterior y dura hasta agosto de 1900; y por último el de la colonia de artistas de Worpswede. Dos años, pues, en la vida de Rilke que influirán para siempre en su biografía y en su manera de mirar el mundo y que conformarán el Rilke futuro. Dos años en los que vive su amor y su ruptura con Lou Andreas-Salomé, conoce a Clara Whestoff (con la que se casará), viaja a Rusia y comienza empresas literarias tan importantes como El libro de las imágenes, El libro de las horas o Historias del Buen Dios. Aunque aquí todo esté entredicho u oculto, con rodeos epidérmicos y corticales más sentimientales que biográficos, como si no quisiera que nada se le bufara.

"De las cosas grandes habla con grandeza o calla". ése es aquí, y lo será para siempre, su ideal estético. Un ideal que se aparta del filisteismo artístico de su tiempo y reclama lo no complaciente del arte, lo terrible y amenazador enfrentado a la hilaridad insulsa que "se saborea como una siesta o una toma de rapé".

Rilke es el diarista de las sensaciones, de las reflexiones, no del minucioso dato cotidiano, su ingenuidad no le dejó percibir que en su biografía estuvo siempre su drama. El paisaje lo espolea como una obra de arte, como una conciencia a desentrañar, por eso lo que se dirime en muchas de estas páginas es una verdadera educación de la mirada. Eso se puede ver en ese estilo casi delincuescente, sentimental de muchas de estas notas por las que corren sin embargo el deseo de encontrar una salida vital, un lugar donde intentar ser feliz.

Ni filisteo lógico, ni escéptico desencantado, su idea es divinizar lo humano para divinizarse a él mismo. Esa es su tragedia. Y su ansia psicológica es la de un solitario, la de un desarraigado, la de un insatisfecho: abandonado por el amor de Lou, escapa hacia aquel ambiente de hiperestesia fin de siglo de los artistas de Worpswede buscando el trato humano perdido, la compañía y la complicidad. Sus anotaciones entonces se llenan de confidencias, de lecturas en común, de comentarios sobre las obras de los artistas de aquella colonia, y sobre todo de la presencia de dos mujeres claves en esos meses de su vida: Paula Becker y Clara Westhoff. "He subestimado mucho las cosas de aquí" -le dice a Paula Becker- pero "tengo confianza en este paisaje y deseo recibir de él ruta y elección para muchos días. Aquí puedo marchar de nuevo en compañía, ser algo, ser uno que se tranforma". Ese es su mejor tono.

Leyendo hoy los diarios, sus demoradas palabras, sus juicios a veces fatigosos, a veces sin nervio narrativo, no es gratuito pensar en aquel juicio de Papini: Rilke sentía descontento incluso de su propio ombligo. Sobre todo después de haber saboreado, de haberse entusiasmado uno con el Diario florentino, el de la plenitud. Aquí es donde nos encontramos al verdadero Rilke, un Rilke capaz de construir toda una teoría estética con consecuencias morales.

Mucho se ha hablado de su experiencia rusa, de la trascendencia que tuvo en toda su obra, pero sin esta experiencia toscana no sería lo mismo. Aquí Rilke es un hombre que busca el secreto del Renacimiento italiano para acogerlo en su vida. Un secreto que no es otro que la construcción y el ensalzamiento de la vida, una aventura espiritual por la que transitaron los artistas italianos del quattrocento que buscaron convertirse en confidentes de todo lo que anunciaba belleza. Por eso habla de Leopardi como un pesimista "desagradable y basto", y prefiere esa belleza turbada por el dolor de un Fra Angélico o de un Boticelli porque en sus obras está la búsqueda y despedida de la felicidad.

A pesar de sus excesos, de sus caídas idealistas ¿quién no se acerca hoy a Rilke sin derramar una lágrima de agradecimiento? Supo sacar a la poesía del sentimentalismo simbolista, de ese sentimentalismo que nació cuando "ya no se ponía el valor para el gran dolor y la confianza en la felicidad se había agotado". Y supo darnos el valor de la gran poesía, la del riesgo personal, la del pensamiento y la del movimiento mediatativo. Justo lo que hoy nos hace falta y añoramos.