Ensayo

Palabra dada

Louis Massignon

3 noviembre, 2005 01:00

Louis Massignon. Foto: Archivo

Trad. y Ed. de Jesús Montero.Trotta. 2005. 440 páginas, 40 euros

La tendencia a pensar el mundo de acuerdo con el modelo dualista según el cual nos dividiríamos de alguna forma decisiva en dos -nosotros y los otros, civilizados y bárbaros, norte y sur- es casi tan antigua como nuestra memoria.

En los últimos tiempos parece ir cobrando un protagonismo mediático cada vez mayor la línea divisora entre Oriente y Occidente, tantas veces justificada por las diferencias de orden económico y tecnológico y, sobre todo, de valores y normas de vida. Con la particularidad de que esa línea es identificada hoy, al hilo del más o menos afortunado debate sobre ese "choque de civilizaciones" a cuyos primeros pasos según algunos estaríamos asistiendo, con la difícil frontera entre Occidente -para no pocos, la Cristiandad- y el Islam. Va de suyo que éste es el contexto en el que hay que situar también las propuestas contrarias de una "alianza de civilizaciones".

Convendría no olvidar, de todos modos, que el diálogo entre las culturas es muy anterior al reciente alegato del presidente Jatami ante la Unesco a favor del mismo. O de la conveniencia de promover formas de integración entre tradiciones culturales aparentemente muy alejadas. En realidad, no sólo conveniencia, sino necesidad, porque como bien señaló Ortega, "toda cultura necesita periódicamente el enfronte con alguna otra. Y ese enfronte supone conocimiento, intimidad previa con ésta, en suma, influencia": Desde esta perspectiva, el llamado "choque cultural" queda rehabilitado. ¿Qué es, en efecto, la propia cultura occidental sino el resultado de una larga serie de choques, protagonizados por la cultura griega, fruto ella misma de muchas y muy complejas simbiosis, la romana, la judeo-cristiana y, finalmente, la árabe?

Pero el diálogo entre culturas ha tenido también como representantes privilegiados a algunos espíritus superiores que a lo largo de la historia lo han alentado. Jatami remitía al gran pensador persa Sohrevardi, capaz de integrar en su visión espiritual la sabiduría persa antigua, el racionalismo griego y el conocimiento intuitivo islámico. Igual podría haber remitido a Louis Massignon, cuya obra singular es ejemplo máximo de diálogo entre culturas. No en vano Pío XI percibió en él a un "católico musulman". Caracterización sumamente certera, por cierto. Mucho más que la dedicada simplemente a subrayar lo que también fue: un islamólogo eminente. En ese terreno lo fue todo: profesor en el Colegio de Francia, director de Estudios de Ciencias Religiosas en la Escuela de Práctica de Altos Estudios de París, fundador del Instituto de Estudios Islámicos, presidente del Instituo de Estudios Iranies, autor de una obra magistra sobre la pasión de Al-Hallaj, el Cristo islámico del siglo X, roturador decisivo del léxico técnico de la mística musulmana, de la que fue histo-
riador certero... Amigo de Asín Palacios, García Gómez y Cruz Hernández, llegó a verse involucrado en cuestiones políticas concretas. Su gran prestigio como conocedor del mundo árabe musulmán le valió ser nombrado adjunto de Picot en Oriente Próximo durante la I Guerra Mundial, a la vez que Lawrence de Arabia lo era de Sykes, lo que confirió autoridad a su denuncia conjunta de la Declaración Balfour de 1917. De la traición de Francia e Inglaterra a la "palabra dada" a los árabes en su guerra de independiencia contra los turcos otomanos.

Nada de todo ello representa, sin embargo, el verdadero legado de Massignon, que es el de un testimonio constante, profundo y radical a favor del amor como forma suprema de la justicia, de la causa de los humillados y ofendidos, de los desplazados, en fin, de todo tipo. El giro revolucionario que imprimió a la interpretación del Islam, tanto por parte de los especialistas como de la propia Iglesia Católica, resulta inseparable, como bien señala Jesús Moreno en su instructivo estudio preliminar, de su desgarrada apelación al número irreductible de la dignidad humana, inseparable, para él, de la dimensión sagrada de la vida. Un núcleo en orden, además, al que rehabilitó y difundió la almendra del Islam: el pacto de honor, la hospitalidad y el derecho de asilo. ése fue su testimonio más idiosincrásico, fruto de un itinerario espiritual cuyos jalones centrales nos devuelve esta obra: "Cuando acogemos a una persona desplazada, es al huésped, a Dios mismo a quien acogemos. Hemos de amar a la persona desplazada, al refugiado, al extranjero, más que a nosotros mismos... porque él es el huésped de Dios".