Ensayo

El surgimiento de una nación. Castilla en su historia y sus mitos

Francisco Javier Peña Pérez

3 noviembre, 2005 01:00

Batalla de las navas de tolosa

Crítica. Barcelona, 2005. 206 páginas, 18’50 euros

Hoy sabemos bien como la vinculación estrecha entre historia y política se traduce frecuentemente en una grosera manipulación de aquélla. Aunque ofenda a la inteligencia el hecho de que algo así pueda estar ocurriendo en nuestros días, en beneficio sobre todo de intereses "nacionales", no se trata de un fenómeno nuevo, sino de algo tan viejo como la propia historia del poder.

En los años culminantes del nacionalismo decimonónico, todas las naciones que se configuraron entonces "construyeron" historias autojustificadoras, plagadas de mitos, héroes y acontecimientos gloriosos que, al tiempo que justificaban la realidad nacional en cuestión, dotaban a su sociedad de una ética colectiva, unos valores ideales y unos modelos a imitar. Por eso la "utilización" de la historia ha sido -y sigue siendo- ineludible en los procesos de construcción de una nación.

El concepto de nación -como tantos otros- tiene su propia historia, pues ha evolucionado a lo largo del tiempo. Lo que nos interesa destacar aquí es la tendencia histórica de todo poder soberano a justificarse y prestigiarse, sobre la base de la mitificación de unos personajes, hechos y valores colectivos que, al tiempo que daban forma a la comunidad política, alcanzaban su más completa personalización en el soberano y su dinastía. El resultado de todo ello es que la historia está plagada de mitos y deformaciones. Afortunadamente, sin embargo, la capacidad crítica de los conocimientos adquiridos es uno de los requisitos ineludibles de toda ciencia, y no podía ser menos en el caso de la historia, como lo demuestra perfectamente el libro de Francisco Javier Peña, una buena síntesis de diversos estudios e investigaciones sobre la creación de los grandes mitos castellanos en el siglo XIII.

En aquella centuria, Castilla, el antiguo condado surgido en el seno de reino de León, no solo había adquirido una personalidad política propia e independiente como reino, sino que a partir de 1230 estaba de nuevo unido con León, aunque en posición hegemónica respecto a éste. Castilla era un territorio potente y en plena expansión hacia el sur, pero carecía del prestigio de entidades políticas más antiguas, como el propio reino leonés o su precedente asturiano, por lo que se hacía necesario dotarle de una historia a la altura de su presente y de sus cada vez más sólidos proyectos de restauración hispánica, de inspiración goticista. éste es el papel que cumplirán figuras como los jueces de Castilla Laín Calvo y Nuño Rasura, Fernán González o el Cid.

Con argumentos sólidos, el autor destaca como los jueces no existieron nunca, sino que fueron una creación surgida curiosamente en Navarra -que utilizaría al primero como origen de su dinastía- para desarrollarse después en Castilla, de la mano de crónicas como las de Lucas de Tuy o Rodrigo Jiménez de Rada. El conde Fernán González o el Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, sí existieron realmente, pero su vida y sus hazañas fueron objeto de voluntarias deformaciones y falsedades para convertirlos en los deseados mitos. Hábilmente, Francisco Javier Peña analiza la realidad histórica de ambos, distinguiéndola de la legendaria, y al igual que en el caso de los jueces, estudia los diversos textos literarios y cronísticos a través de los cuales se fue produciendo dicha transfiguración.

Entre los interesados en la misma, estaba por supuesto el poder real, con personajes eminentes como Alfonso VIII, Fernando III o Alfonso X -cuya Primera Crónica General de España consolidaría definitivamente tales mitos-, pero también la "inteligencia" de la época, en manos de eclesiásticos como Tuy o Jiménez de Rada, o los intereses de conventos como los benedictinos de San Pedro de Arlanza o Santa María de Cardeña. Si las manipulaciones que siguen haciéndose de la historia -a las que me refería al comienzo de esta crítica- nos producen un evidente desasosiego, un libro como éste nos proporciona al menos el consuelo de que la historiografía, en uso de su capacidad crítica, siempre podrá denunciarlas y acercarse a la realidad del pasado.