Ensayo

Lenguas en guerra

Irene Lozano

17 noviembre, 2005 01:00

Irene Lozano. Foto: Archivo

Premio Espasa Ensayo. Madrid, 2005. 208 páginas, 19’90 euros

Licenciada en Lingöística Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y periodista, Irene Lozano (Madrid, 1971), es autora de Lenguaje femenino, lenguaje masculino; ha colaborado en el Diccionario bibliográfico del exilio literario de 1939, y este mismo año ha publicado Federica Montseny (Espasa). Tras ganar el premio, explicó que su libro es "un análisis sobre el uso del lenguaje en los conflictos políticos, que explica cómo se construye ‘sin sentido’ una tesis nacionalista basándose en las teorías lingöísticas".

Lenguas en guerra es un libro polémico, ágil, fácil de leer y escrito con afán divulgador, que, en palabras de su autora, busca convencer a quienes difícilmente se dejarán convencer. Estamos ante un ensayo, premiado por Espasa, cercano en la temática y en el tiempo, que revisa la convivencia y los conflictos entre las lenguas españolas.

Desde su doble condición de periodista y licenciada en Lingöística Hispánica, Irene Lozano aborda cuestiones a veces casi técnicas bajo los títulos atractivos de esos pequeños fragmentos con los que construye la armazón de sus argumentos. Las tesis son claras: las lenguas son un patrimonio exclusivo de los humanos, dotados todos ellos de unas capacidades lingöísticas similares que les sirven para el conocimiento y la comunicación, para pensar y para transmitir sentimientos. Esto ha sido así hasta que, en manos de los políticos, se han cargado de connotaciones externas y de valores simbólicos.

A partir de aquí el lenguaje y la argumentación de Lozano se hacen apasionados. De inocentes y pacíficas, las lenguas, unidas a los conceptos de sectarismo, irracionalidad o visceralidad, pueden calificarse de racistas, homicidas, imperialistas, agresivas, belicosas, convertidas en "artillería pesada" o en "armas arrojadizas de conflictos de toda índole", junto a palabras como politización, proclamas, consigas, etc. De esta utilización perversa de unos instrumentos neutrales derivan las tensiones lingöísticas de los últimos veinticinco años.

Tras una rápida historia del castellano en su desarrollo como koiné - "La lengua de los desarraigados", como la bautizó con fortuna ángel López en el premio Anagrama del año 1985-, convertido luego por convivencia en lengua común peninsular, y pasando deprisa por los siglos XVIII y XIX, se llega al meollo del libro, constituido por las dos últimas partes: Las mentiras del siglo XX y Lenguas en guerra. Es aquí donde Irene Lozano plantea sus ideas, que enlazan sobre todo con las de Juan Ramón Lodares, y con las de Gregorio Salvador, y se apoyan en un acopio documental que llega hasta este mismo año 2005: la República aparece con una legislación lingöística moderada y realista ignorada por la Transición, que cargó con la culpabilidad de una sociedad a la que se achacaron los males de la política lingöística franquista, extendidos por falta de criterio histórico a toda la historia de las lenguas de España.

Lozano defiende que, al identificar represión lingöística con franquismo, se produjo como reacción un acercamiento nuevo entre grupos progresistas y lengua vernácula, y se legisló entonces acuñando un concepto ajeno a lo lingöístico, el de lengua propia, para referirse a la lengua diferente de la castellana, sin asumir que los españoles tenían también una lengua propia común que, además, comparten con los hispanohablantes de todo un mundo globalizado.

Si se leen sin prejuicios, estas páginas pueden mostrar cuestiones tan interesantes como que, en el siglo XVIII, el pensamiento ilustrado consideraba que las lenguas minoritarias eran un obstáculo para la igualdad de los ciudadanos; que, tras un largo recorrido, las lenguas españolas gozan hoy de unos derechos inalcanzables para sus iguales en otros países europeos, y muchas otras que podrían advertir de errores evitables en el futuro. Lenguas en guerra no es -de hecho, evita serlo- un libro políticamente correcto. Quizá no consiga convencer a todos, pero consigue lo que un buen ensayo debe pretender: hacer pensar al lector.