Ensayo

Historia de las epidemias en España

Jose Luis Betrán

1 junio, 2006 02:00

Detalle del cuadro de goya El garrotillo (1802-1812)

La esfera de los libros. Madrid, 2006. 320 páginas, 24 euros

Hace unas décadas, resultaba difícil explicar el fenómeno histórico de las epidemias, que parecían definitivamente desaparecidas -o a punto de hacerlo- de la faz de la tierra, al compás de la expansión del progreso. Pero las cosas han cambiado tras la experiencia de nuevas epidemias, que han afectado también al alegre y confiado mundo occidental.

Pese a su terrible costo, tal evolución negativa ha hecho más comprensibles nuestras aproximaciones al pasado de las epidemias, si bien hay una diferencia esencial entre nosotros y quienes las sufrieron en los siglos pasados: el desarrollo de la ciencia médica, capaz desde finales del XIX de identificar los agentes productores de tales enfermedades, hecho que no ha logrado erradicar del todo la tendencia a culpar de las mismas a determinadas minorías, o la idea de castigo divino a causa de los pecados de la humanidad.

José Luis Betrán, uno de los numerosos y brillantes discípulos del magnífico historiador modernista que es Ricardo García Cárcel, se aproxima a la historia de las epidemias en España y sus colonias a partir de los amplios conocimientos que posee sobre dicho tema, al que dedicó una profunda investigación centrada en la Barcelona de la época de los Austrias. El periodo cronológico escogido es el que va desde la peste negra de mediados del siglo XIV hasta la gripe de 1918-1919, un amplio espacio de tiempo marcado por diversos contagios epidémicos más o menos generalizados y mortíferos, pero caracterizado sobre todo por la pervivencia de las actitudes culturales y mentales, las interpretaciones y las reacciones frente a la enfermedad. En una primera parte, se analizan los diversos contagios sufridos en dicho periodo, los diferentes tipos de enfermedades (peste, tifus, viruela, paludismo, fiebre amarilla, difteria, cólera, tuberculosis, gripe,…), los precarios -cuando no contraproducentes- conocimientos de la medicina hipocrático-galénica, la elevada mortalidad y sus efectos, la responsabilidad que se atribuía frecuentemente a minorías como los judíos -sobre todo durante la peste negra-, o las incertidumbres que plantea aún la desaparición de la peste en la Europa del XVIII. El capítulo dedicado a las epidemias en el Nuevo Mundo analiza los devastadores efectos del contacto entre dos sistemas inmunológicos diferentes y las enfermedades que cada uno de ellos transmitió al otro, especialmente graves para las poblaciones indígenas, hasta el punto de que la principal responsabilidad del desastre demográfico que siguió a la llegada de los españoles -posiblemente el noventa por ciento- no se debió a la guerra de conquista o a las obligaciones de trabajo, sino a los gérmenes mortales (sobre todo sarampión, viruela y tifus); a cambio, y aunque sus efectos no fueron tan devastadores, la sífilis fue la aportación más dañina del Nuevo Mundo al intercambio biológico.

¿Qué podía hacerse frente a los apocalípticos y esporádicos azotes de la muerte? La segunda parte del libro se detiene en el universo cultural y mental. La especial incidencia en las ciudades ante la mayor concentración humana y las precarias condiciones higiénicas; los consejos de la medicina para evitar o curar el contagio, en su ineficaz combate contra la epidemia; la idea de la difusión por el aire; las sangrías, cauterizaciones y fármacos recomendados; la lenta lucha por sacar los cementerios fuera de las ciudades, los duros métodos de purificación y aislamiento, la desigual incidencia social de la epidemia, la alteración egoísta de las relaciones humanas y familiares… También la interpretación religiosa y sus múltiples efectos sacralizadores y de disciplinamiento social, incluido el incremento de las donaciones a la Iglesia. En toda esta historia compleja, el papel más positivo sería el de quienes optaron por el combate científico, desde los ilustrados que lucharon contra la viruela mediante la inoculación y posteriormente la vacuna, a médicos como el doctor Ferrán y su vacuna anticolérica, a finales del siglo XIX.