Image: El crimen de la escritura. Una historia de las falsificaciones literarias españolas

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Ensayo

El crimen de la escritura. Una historia de las falsificaciones literarias españolas

Joaquín Álvarez Barrientos

26 septiembre, 2014 02:00

Autorretrato de Max Aub, célebre por sus heterónimos

Abada. Madrid, 2014. 255 páginas, 25 euros

A lo largo de sus campañas electorales de 1976 y 1980, Reagan narró varias veces un caso de heroísmo. Un bombardero fue alcanzado por los antiaéreos alemanes, y el artillero quedó herido y atrapado entre los hierros de la torreta. El B-17 fue perdiendo altura y el piloto ordenó saltar. El joven herido se puso a llorar y entonces el comandante se sentó junto a él y le dijo: "Tranquilo, hijo, nos hundiremos juntos". Reagan, en sus mítines, citaba textualmente esta frase, y añadía que el héroe había sido condecorado póstumamente. Pero un periodista del New York Daily consultó los registros de la "Congressional Medal of Honor" y no encontró nada referente al episodio. Y cuando lo comentó en su columna, un lector recordó una película de 1944 protagonizada por Dana Andrews. Allí el piloto de un avión torpedero en el Pacífico Sur decide también acompañar hasta el final a su operador de radio atrapado diciéndole: "Haremos este camino juntos".

Este ilustrativo ejemplo de lo que Umberto Eco denominó, en la inauguración del curso académico en Bolonia hace ahora veinte años, "la fuerza de lo falso" comprende las dos líneas de fuerza que vertebran esta compendiosa historia de las falsificaciones literarias españolas, publicada por Joaquín Álvarez Barrientos cuando se cumple el cuarto centenario del Quijote apócrifo firmado por un tal Alonso Fernández de Avellaneda.

Por una parte está la mentira creativa y reveladora propia de la ficción (en el siglo de Cervantes el abate Pierre Daniel Huet hablaba ya del "arte de mentir agradablemente" para referirse a los romances), que en ciertos casos trasciende la mera creación de lo que se cuenta e incluye también la identidad y circunstancias del escritor y de la obra en cuanto producción intelectual y material, como en la reciente invención por parte del escritor canario Alexis Ravelo de un olvidado Martin Aloysius West, autor en 1950 de la novela pulp El viento y la sangre, supuestamente traducida por Thalía Rodríguez e inocentemente editada por Pere Sureda.

Muy distinto es urdir una patraña a sabiendas, no como fruto de una legítima prerrogativa artística, sino con el propósito de engañar para obtener beneficios económicos, políticos o profesionales, práctica inveterada que Álvarez Barrientos rastrea en nuestras letras desde mixtificaciones medievales, pane lucrando, en monasterios como el de San Millán, donde Berceo era notario del abad, hasta la manipulación de la historia en crónicas, genealogías o centones epistolarios, muchas veces con palmarios intereses religiosos, nacionalistas o patrióticos. Muy a finales de ese gran siglo de las falsificaciones que fue el XIX, Benito Fernández Alonso, cronista de la Ciudad de las Burgas, publicó un detallado manual para detectar apócrifos antiguos que también resultaría muy útil para aprender a producirlos.

El autor sabe muy bien, así, que "no son las mismas categorías, aunque a veces se solapen, el plagio, la contrahechura, el fraude, la falsificación, el apócrifo, el pastiche, lo espurio, ni tampoco heterónimo ni seudónimo", (pág. 25), aunque su diseño de este libro como "análisis de varios casos -unos conocidos; otros, no-, presentados de forma cronológica" (pág. 121) no establezca frontera tajante entre una "historia de la literatura apócrifa" y una historia de las mixtificaciones dolosas. En todo caso, se presta atinada atención a figuras tan destacadas o tan controvertidas como Fran Antonio de Guevara, José de Pellicer de Ossau y Tovar, Miguel de Molina, el propio Avellaneda, Lope de Vega como creador del primer heterónimo de nuestras letras, Tomé de Burguillos, Cándido María Trigueros, Moratín, Adolfo de Castro, Lasso de la Vega o el prestidigitador becqueriano Fernando Iglesias Figueroa.

Ya en el siglo XX, Unamuno, Antonio Machado, Eugeni d'Ors, Lorca o Max Aub hacen también sus aportaciones al capítulo de los apócrifos y heterónimos. Y Álvarez Barrientos no olvida menciones todavía más cercanas a la jocosa invención de Sabino Ordás por nuestros novelistas leoneses, al colectivo especializado en tetrástrofos monorrimos de la Escuela goliardesca salmantina, a los inventos ovetenses de Álvaro Ruiz de la Peña y a los pastiches eruditos e italianizantes de don Julio Caro Baroja, ni más ni menos.

Llegados a este punto, no dejaré de confesar el sobresalto y desasosiego que el título El crimen de la escritura me causa como cómplice que fui de Román Gubern a costa de Merimée en una de las supercherías que Álvarez Barrientos recoge y comenta.