Vivir con los dioses. Pueblos, objetos y creencias
Neil MacGregor
10 mayo, 2019 02:00Pila bautismal de la catedral de Salisbury, Thangka tibetano del siglo XIX y cartel de Yuri Gagarin con el lema ¡No hay Dios!
Hace unos días, veíamos por televisión el medido y refinado protocolo sintoísta con el que el emperador de Japón, Akihito, abdicaba del trono que ocupaba desde 1989. Le sucede su hijo, Naruhito, y para ello, durante meses las autoridades han estado preparando al país, cuya Constitución no preveía una sustitución que no fuera la propiciada por la muerte del jefe de Estado. El ritual de abdicación y sucesión estuvo lleno de detalles calculados, desde los ropajes clásicos que debían vestir el emperador y su familia, hasta los gestos de despedida que debían ofrendar a los símbolos dinásticos de su reinado o el número de saludos al pueblo que debía ofrecer el sucesor. Una ceremonia con un ritmo y una puesta en escena que causa extrañeza -de ahí que los medios hayan contado estos hechos con un toque de fascinación orientalista-, como si no se acompasara ni con la mentalidad materialista ni con el tiempo acelerado de nuestra era. Todos los países del mundo están llenos de rituales que desafían la aparente lógica positivista de los tiempos, sin negarlos abiertamente. Lo hemos vuelto a ver hace un mes con la Semana Santa, evento litúrgico en auge que convive con la modernidad del consumo y la globalización digital. No es difícil imaginar un futuro en el que una ciudad como la de Blade Runner, llena de pantallas gigantes y robots, tomada por los avances de la revolución científico-técnica, sea escenario de procesiones de pasos del Jesús del Gran Poder o de ceremonias de agradecimiento místico a la Pachamama. Las creencias en dioses y la adoración y devoción a entes, símbolos y objetos nos acompañan desde las pinturas rupestres hasta hoy, y no parece que, pese a las promesas de la Ilustración y la modernidad, vayan a desaparecer con el refinamiento del saber mecanicista. Al contrario: esto las hace aún más fascinantes, al aumentar el contraste entre lo que se espera que creamos y lo que sentimos, experimentamos y mostramos realmente.
¿A qué se debe esta persistencia? ¿Y de qué manera se manifiesta en todo el mundo? ¿Cabe extraer alguna conclusión general del estudio de las creencias en distintas culturas? A responder estas preguntas dedica el historiador del arte británico Neil MacGregor (Glasgow, 1946) un libro tan fascinante como el objeto de su estudio, Vivir con los dioses. Un ensayo ameno y riguroso que llega en unos años de crisis de la modernidad y que, en gran medida, trata de explicarla. La caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 trajo a primer plano la creencia hipertrofiada en la yihad o guerra santa, cuyos ecos aún resuenan hoy en distintas partes del mundo tras la derrota del Estado Islámico. Y la crisis financiera de 2008 aún deja sentir su efecto en forma de crisis política y auge de la política de las emociones. De la euforia positivista de la década de 1990, tras la victoria estadounidense en la Guerra Fría, se pasó a la era de la incertidumbre generalizada, el malestar y la crisis de la razón. En este contexto, no es extraño que el padre de “el fin de la historia”, Francis Fukuyama, haya publicado recientemente Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento (Deusto), en el que si bien no reniega de su idea original, sí la matiza profundamente tras admitir que subestimó el peso que las creencias y las demandas de reconocimiento de la subjetividad tienen a la hora de configurar nuestro lugar en el mundo. De ahí el repliegue nacionalista que se manifiesta en el triunfo de mandatarios como Trump, Putin, Orban o Salvini, o en votaciones como el Brexit. “De una manera que habría sido difícil de imaginar hace sesenta años, en muchas partes del mundo la reconfortante política de la prosperidad se ha visto reemplazada por la retórica y la política -a menudo violentas- de la identidad, articulada mediante creencias”, explica MacGregor. Ni siquiera en China, como recuerda el autor, el férreo control del Partido Comunista Chino ha conseguido acabar con la religión. La veneración a los antepasados, un acto considerado contrarrevolucionario por las autoridades que fue duramente castigado durante la Revolución Cultural de Mao, ha vivido un auge en los últimos años con el regreso de prácticas ancestrales.En 'Vivir con los dioses' MacGregor explora por qué persisten en la modernidad las creencias seculares