Novela

Chulas y famosas

Terenci Moix

31 octubre, 1999 02:00

Planeta. Barcelona, 1999. 443 páginas, 2.450 pesetas

Merece respeto esta parodia deslenguada que tiene la capacidad de transformar la majadería de un grupo social en metáfora de la España de hoy

Con Garras de astracán (1991) comenzó Terenci Moix la novelación de algunos comportamientos actuales centrados en un tipo de mujeres modernas. Esta historia madrileña se prolonga, mediante una perspectiva femenina, en Mujercísimas (1995), cuyas alocadas protagonistas emprenden viaje a las islas griegas. Miranda, personaje de ambas obras, sirve de base a otra vuelta de tuerca a ese esperpento en Chulas y famosas: un Autor -doble del autor real- se apropia del diario de la mujer al no encontrar asunto y trama para una novela. Con este texto ideado como un tenso diálogo entre Miranda, una "lesbiana vocacional", y un Autor, "un mariquita barcelonés que presume de escritor", se cierra una especie de trilogía sobre la farsa contemporánea.

Este enfoque permite a Moix dotar a la anécdota de Chulas y famosas de un largo alcance muy por encima de su simple apariencia. De entrada, llama la atención la intencionalidad revulsiva de la novela, cuyo objetivo superficial se centra en la sátira de ciertos personajillos habituales de la Prensa rosa y de los espacios más tontos de televisión. Aristócratas, ricos y famosos concentran los dardos divertidos y envenenados del escritor. Tras los nombres imaginarios se esconden figurones reales más o menos transparentes, pero constituyen sólo la espuma de la realidad que se denuncia: una sociedad, la nuestra, convertida en puro escaparate de frivolidad.

Todo cae bajo la mirada entre juguetona, irreverente y vitriólica del escritor: valores morales, religiosos, económicos, políticos, culturales... Si la historia empieza con el entierro de un Pujol momificado termina con una epidemia en el Vaticano por falta de preservativos. Y nadie podrá quejarse porque el propio Moix se fragela y se burla de su literatura con inteligente cinismo.

No radica en su valor testimonial, sin embargo, lo notable de la novela, pues, aunque otra cosa pudiera pensarse, lo de menos es lo que se diga sobre la hija de una folclórica y su marido bombero. Las regocijantes andanzas de tanto notable tronado encierran una clave general de los días presentes. Parte Moix de un principio: la vida actual, vacua y degradada, se plasma en los espejos de la televisión, sustitutos de los valleinclanescos del Callejón del Gato, de modo que lo aparente es en sí mismo absurdo. Este criterio le sirve para convertir el puro disparate bufo satírico de las dos novelas precedentes en una propuesta estética.

Según explica en el texto, el escritor busca saltar sobre anticuados conceptos -el "realismo leonés", aclara con puya gratuita y mal fundada- y conseguir una novela que se transforme en "navaja carnicera". No quiere despotricar contra la sociedad ni ser su cronista, sino que anhela retratarla desde "la mofa, el escarnio que ella misma engendra". Para ello propugna la mezcla de sendas actitudes conciliadas en el relato: la burla propia de un nuevo Diablo Cojuelo con la ferocidad de Eróstrato -de ahí el apéndice del título-, el joven de éfeso que destruyó el templo de Diana para alcanzar la notoriedad y pagó su fechoría con el olvido.

Estamos, pues, ante una novela artística; ante una apuesta creadora interesante -heredera del espíritu renovador del joven Moix-, pero de resultados discutibles por no llevar dichos planteamientos a su último extremo. Hay en el libro gran capacidad verbal e inmejorables dotes satíricas, pero a veces se cae en gracias cercanas al chiste, en licencias personales y en situaciones de humor fácil. Y la fuerza imaginativa se desborda hasta producir un poco de fatiga. La esperpentización, bien acompañada de un punto de nostalgia necesitaría también un atisbo de tragedia. A pesar de estas reservas, merece respeto esta parodia deslenguada que tiene la capacidad de transformar la majadería de un grupo social en metáfora de un país, la España de hoy, cuya esencia es -así lo dice el Autor y no parece errado- pura verborrea. Las anécdotas hilarantes, volterianas y desvergonzadas, carnaza para el lector apresurado, se convierten así en trampolín para una reflexión seria y pesimista.