La rosa de plata
Soledad Puértolas
30 enero, 2000 01:00Las razones de esta incursión en ese mundo narrativo, que puso en marcha la imaginación de Chrétien de Troyes y cuajó en materia novelesca de todo un ciclo de narraciones obedientes a los imperativos del código sentimental y caballeresco difundido en la segunda mitad del siglo XII, no hay que buscarlas más allá de los postulados creadores de Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947). Ni fuera de las páginas de esta historia que, si retoma las figuras míticas del rey Arturo, la reina Ginebra, Lanzarote y el mago Merlín en un argumento tomado por las más legítimas tretas de la fabulación y la fantasía, es con el loable afán de rendir homenaje a la imaginación creadora de las más genuinas aventuras, a los orígenes del arte, por excelencia, de contar cuentos. Y a la posibilidad, siempre abierta en estos feudos, de reinventar y recrear argumentos de una tradición que hemos ido descubriendo como un cuento de nunca acabar.
Un cuento, éste, que permite resucitar las proezas entonces favoritas, aderezadas con combates sin seriedad trágica, con torneos exhibidores de las habilidades caballerescas, con peripecias llenas de obstáculos y extraños encantamientos..., y habitarlas con personajes ahora revestidos de una condición humana que dignifica sus cualidades y su renombre. En virtud de ese nuevo atributo, asignado también a sus acciones, pierden el acartonamiento propio de los seres estereotipados y se manifiestan con toda su humanidad. Es decir, sufren de amor y de desamor, padecen su soledad, cavilan sobre sus deseos, desnudan su intimidad, conjuran sus miedos, se rebelan contra el destino... Y es que la autora, fiel al afán de ejemplaridad incorporado al sentido de los afanes del mundo de la caballería, también opta por rodear de significado los relatos de amor contenidos en La rosa de plata. Por sugerir que nada hay seguro y definitivo en materia de afectos y emociones humanas, que todo es imprevisible, "mudable" y "complejo", como lo es una realidad de la que no hay que fiarse, porque en ella hay dobleces y engaños, y nada es lo que parece.
De ahí que sean hadas, ninfas y magos quienes, con sus pócimas y sus encantamientos, confundan a las doncellas y caballeros víctimas de este enredo, desencadenando, así, el entramado de episodios secundarios -cada uno concebido como una aventura con unidad y sentido propio- en los que se vertebra la trama principal. Arranca, ésta, con el último de los desmanes de la hermana del rey Arturo, el hada Morgana, quien, movida por los celos, encierra en su castillo a siete doncellas -todas ellas portadoras de una cualidad que las singulariza- a las que considera rivales amorosas. Su tiranía sólo parece dispuesta a ceder si siete caballeros demuestran su valor y, por él, el merecimiento de cada una de las damas cautivas, en un torneo celebrado para la ocasión. Mientras, en la mítica corte de Camelot, los caballeros de la tabla redonda se ausentan paraperseguir la posesión del Grial; el rey asiste con desconsuelo a la pasión nacida entre Ginebra y Lanzarote; Merlín vive entregado al amor recién descubierto.... Hasta que deciden intervenir para frenar las malas artes de Morgana y dar un giro a la historia y a sus historias. El resultado es un bonito relato, cuidado, trabado y de preciosa ambientación, pero sobre todo atento a guardar el decoro sin olvidar sus fines: recuperar el buen tono de una tradición parafabular sobre la experiencia humana humanizada.