Image: Muertos de papel

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Novela

Muertos de papel

Alicia Giménez Bartlett

19 julio, 2000 02:00

Alicia Giménez Bartlett

Plaza & Janés. Barcelona, 2000. 284 páginas, 2.700 pesetas

A este paso, las novelas de intriga de Alicia Giménez Bartlett (Almansa, 1951) acabarán oscureciendo la otra vertiente de su producción narrativa, formada por las novelas que todavía algunos llaman "serias" -como si las de misterio no pudieran serlo- y que, además, constituyen los dos tercios de cuanto la escritora ha publicado hasta ahora. El cultivo de una modalidad literaria popular suele producir tal efecto inmediato: los relatos de esa naturaleza invaden la memoria de los lectores y arrinconan aquellas otras producciones del autor que, acaso con méritos iguales o mayores, no tuvieron la misma resonancia. En el campo de la literatura de misterio -que hoy conoce un renovado auge- les sucedió esto, para citar únicamente dos nombres ilustres, a Conan Doyle y a Simenon. Del primero, muchos lectores conocen únicamente las aventuras de Sherlock Holmes; en el caso de Simenon, los relatos centrados en el comisario Maigret han dejado con frecuencia en una discreta penumbra otras excelentes novelas del autor ajenas a las historias policiales y que, sin embargo, alcanzan una desusada intensidad.

Muertos de papel
es la cuarta novela de Alicia Giménez Bartlett que tiene como personajes a la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón. Volver una y otra vez sobre ellos ha servido para enriquecerlos, para matizar sus perfiles y ahondar en su personalidad. Son ahora más creíbles, más densos y hasta más "humanos". Sus conversaciones recogen a veces sutilezas de alta comedia -lo digo como elogio, pero a veces sorprendemos en este gracejo ingenioso cierta desmesura-, y el diálogo ha ganado también en naturalidad. Claro está que subyacen unos estereotipos genéricos -más acusados en personajes como el del comisario Coronas-, pero la autora ha hecho un loable esfuerzo por inyectar vida en sus criaturas, y la verdad es que el empeño no ha sido baldío. El episodio de Amanda, la hermana de Petra Delicado, con las derivaciones de su conflicto familiares, en este sentido, muy eficaz, como lo es, por ejemplo, la escena del salón de belleza. En muchos aspectos, Muertos de papel supera a las novelas anteriores de la serie. La intriga principal se halla también mejor urdida y compuesta, y el marco de las acciones, situadas en Madrid y Barcelona, no deja de ofrecer ojeadas críticas lanzadas como dardos sobre una sociedad que se funda en la ambición, la frivolidad y la ausencia de valores estables. La muerte de Ernesto Valdés, periodista especializado en ese arrabal del periodismo que es el cotilleo acerca de los "famosos", desencadena unos hechos que acaban por involucrar a un ministro y al director de un gran periódico. La venta de la intimidad, la exaltación de un mundo de apariencias, el chantaje y la degradación moral de ciertos sectores sociales son algunos de los hilos que recorren esta bien tramada historia que no se reduce a la indagación policial de unos crímenes misteriosos. Muertos de papel no tiene pretensiones de gran novela; se mueve dentro de unas coordenadas bien conocidas, pero no es un producto mecánico y de oficio, sin más. Respetuosa -tal vez demasiado respetuosa- con los límites del modelo literario canónico a que se acoge voluntariamente, la autora ha escrito un relato ágil, con excelente ritmo narrativo que en muy pocos momentos decae, y ha sido capaz de esbozar con pocos trazos unos personajes -aparte de los investigadores ya conocidos- bien perfilados, como Maggie o Nogales. Tiene instinto para contar, aunque lo que cuenta -la historia, en suma- lleve encima el peso de infinitos lugares comunes y elementos convencionales que la tradición del género ha ido consolidando y que figuran en el texto, al parecer de modo inevitable, como signos reconocibles que permiten al lector identificar y catalogar sin dificultad el producto. De esta excesiva sumisión tendría que librarse la autora para aspirar a más, y sin duda cuenta con las condiciones necesarias para llevar a cabo el intento.

Aunque no se trate de cotejar esta novela con las anteriores, la comparación es inevitable y de ella sale ganando Muertos de papel. Y esto puede afirmarse también del lenguaje, más cuidado y con menos deslices que en otras ocasiones, aunque se le puedan reprochar algunos emparejamientos tópicos ("es público y notorio", pág. 11; "era lo sólito y lo habitual", pág. 51), ciertos usos desaconsejables ("remarcar", pág. 50; "antes de que su risa volviera a devenir en llanto", pág. 64; "reportar", pág. 247) y algún anglicismo de telefilme, como "evidencias" (pág. 203) por "pruebas". En conjunto, Muertos de papel es una novela digna, con las limitaciones ya señaladas, y no un subproducto fabricado sólo para entretener. Pero es también un excelente entretenimiento: algo que se echa de menos muchas veces y que debería ser requisito indispensable de cualquier novela.