Image: Háblame del tercer hombre

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Novela

Háblame del tercer hombre

José Carlos Llop

30 mayo, 2001 02:00

Muchnik Editores. Barcelona, 2001. 175 páginas, 2.100 pesetas

Nada parece dejado al azar. Un lenguaje muy cuidado sirve de vehículo adecuado a este refinado y sugestivo relato, recomendable para lectores de paladar fino

José Carlos Llop (Palma de Mallorca, 1956) no es en ningún caso un autor del montón, sino un excelente escritor, capacitado para desarrollar relatos en los que la sugerencia, el matiz, los pequeños detalles esbozan una historia llena de elipsis, alusiones y "puntos de indeterminación" -por utilizar la fórmula de Ingarden, cuyo libro fundamental acaba de ser traducido al español por vez primera, medio siglo después de su aparición- que el lector deberá reconstruir hilvanando frases o pistas aisladas, volviendo atrás, completando informaciones diseminadas en el texto. Háblame del tercer hombre representa muy bien el estilo narrativo del escritor mallorquín. Miguel Balmoral, hijo de un capitalista del ejército, evoca su adolescencia en una guarnición militar cercana a la frontera francesa durante el invierno de 1949, siempre alerta ante las posible acciones de la guerrilla. Hay maniobras militares, extraños anónimos que circulan por el cuartel, oscuros trapicheos relacionados con el contrabando y hasta un suicidio que tal vez no lo sea. Todo ello constituye, a fin de cuentas, una realidad problemática, evasiva, contemplada desde la perspectiva del adolescente que ve, registra y anota los hechos sin ser muchas veces capaz de interpretar su sentido. Se detallan miradas, gestos, conversaciones a media voz, frases de sentido ambiguo sin que nada quede suficientemente explicado. El narrador adolescente es un testigo imperfecto que convierte la historia en una sucesión de interrogaciones posibles. ¿Qué relación existe entre el tío Jaime y los secuaces del gobierno de Vichy? ¿Qué perturbación sentimental sacude a la madre de Miguel? ¿Por qué el teniente Doral transporta en su coche un cadáver como si fuese un pasajero adormilado? ¿Es la muerte del general Lastra un suicidio? ¿Fue realmente Duncan el autor de los anónimos? ¿A qué se deben ciertas anotaciones en la libreta del tío Jaime, sobre todo las que se refieren a determinadas citas clandestinas? Incluso el encuentro final de Miguel, ya adulto, con la joven que lleva pasaporte venezolano, despierta el recuerdo de una brumosa historia materna y apunta una coincidencia no imposible. Todo es problemático, inseguro, sin contornos definidos, como un paisaje cubierto por una niebla espesa que dificultase la visión.

Este conjunto de sugerencias, incertidumbres y verdades a medias que constituye el horizonte del adolescente y en el que la realidad percibida se equipara en ocasiones a la realidad casi mítica de las imágenes cinematográficas, se halla articulado con extremada habilidad, sin que en ningún momento la mirada adulta se superponga a la del tiempo evocado, como tantas veces ocurre en relatos de esta naturaleza. Tal planteamiento, impecablemente mantenido -aunque Miguel se nos antoje un tanto aniñado y escasamente curioso para su edad-, tiene como contrapartida, caso insoslayable, cierta superficialidad en los personajes, algunos cercanos al estereotipo de puro reconocibles, como el abuelo o María Luisa. A pesar de todo, se advierte un esfuerzo por individualizarlos con indudable destreza mediante la sutil repetición de gestos, actitudes y tics lingöísticos que, si no añaden profundidad a los tipos, si los delimitan.

El estilo y la concepción de Háblame del tercer hombre pueden dar la sensación a algún lector de encontrarse ante una obra menor, precisamente porque no suceden grandes cosas, porque todo está dicho como en voz baja, sin ostentación, con suavidad, sin contrastes violentos. Es cierto que podría tal vez haberse establecido una oposición más marcada entre el tiempo pretérito evocado y el camino emprendido por el Miguel adulto, una vez que -significativamente- ha colgado el uniforme de su servicio militar. La actualidad cubre sólo el capítulo postrero, y acaso podría haberse construido con mayor extensión y con más engarces que vinculasen el hoy al tiempo pasado, porque ya no era necesario mantener la perspectiva indecisa de antaño. Pero, aún así, el final, con su referencia a la película de Carol Reed, cierra con brillantez una construcción en la que nada parece dejado al azar. un lenguaje muy cuidado, con el desliz de algún imperceptible catalanismo ("girarse", págs. 52, 136; "tirar" una carta, pág. 170) y alguna perífrasis mejorable ("acostumbrada a ir", pág. 100) sirve de vehículo adecuado a este refinado y sugestivo relato, recomendable para lectores de paladar fino y enemigos de la comida rápida.