Image: El gran silencio

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Novela

El gran silencio

David Torres

20 febrero, 2003 01:00

David Torres. Foto: M.R.

Finalista del premio Nadal. Destino. Barcelona, 2003. 270 páginas, 17’90 euros

Podría liquidar el comentario de El gran silencio en mucho menos espacio del que suelo necesitar para dar cuenta de otros libros. No me hace falta gran extensión para decir mi opinión: he leído la obra con verdadero placer, me parece excelente (aunque no redonda por la reserva que luego haré) y tengo la infre- cuente impresión de haber hecho un hallazgo, el de un autor para mí desconocido, David Torres, que merece un largo crédito.

El gran silencio es una novela de asunto contemporáneo encajado en una ideación clásica que lo enlaza con los valores del mito y con las formas de la picaresca. Tiene la cualidad de resultar un relato ameno de los que no se pueden abandonar. Hay quien piensa que esto no es una virtud. No se entiende muy bien por qué se ha de rechazar el interés de una buena anécdota, bien encarnada en personajes atractivos y dispuesta como plataforma para presentar un sentido de la vida. Esta capital y sencilla meta la logra Torres por completo.

La novela cuenta la historia de Roberto, un fracasado, un boxeador que estuvo cerca de la fama y termina de rompepiernas de discoteca y de matón por encargo. Un trabajo de protección a una bailarina le enreda en una turbia trama de pasiones, crímenes, corrupción y violencias. Esta acción en el presente le transporta cada poco al pasado hasta convertir la memoria en un motivo fundamental. La actualidad le sirve para anotar la variada marginalidad social y los rasgos de la pobreza en un barrio madrileño periférico.

El propio Roberto refiere los hechos y ello permite conjugar la mirada objetivista, casi cinematográfica, y los remansos intimistas; el testimonio social y la introspección psicológica. De este modo, la aventura peligrosa da pie a una profundización en un tipo complejo: sensible a su manera, con ciertos principios, obsesionado por el recuerdo y que se plantea el sentido último de la existencia al descubrir "el rostro del mal". Acción, emociones, pensamiento y reflexión se unen. Las palizas que se lleva o que da, la afición por el Schumann de la Fantasía en Do Mayor, el laberinto urbano con su Ariadna y su Minotauro, y la sombra de la culpa, siendo motivos tan diferentes, se complementan dando densidad a una anécdota de apariencia simple.

El relato avanza a buen ritmo con la ayuda de su disposición en secuencias más bien breves, y la lengua, mayoritariamente concisa, apoya la impresión dinámica de conjunto. Además, la crudeza general tiene siempre abierta una puerta a lo poético. Esa lengua directa no cae en la simplificación naturalista y tiene sus pujos creativos, casi, en ocasiones, greguerías ramonianas: un whisky que se balancea en "un domesticado océano de ámbar", la ciudad entrevista "entre las pálidas arquitecturas de la luna"...

A esta tensión creativa de la prosa es a lo que debe ponerse un serio reparo. Nada del personaje autoriza al autor a atribuirle esta percepción tan hermosa como inapropiada: el zumo de naranja se transforma en "una genealogía de sabores fogosos y arcoiris translúcidos". Demasiado.