Image: Invasor

Image: Invasor

Novela

Invasor

Fernando Marías

18 noviembre, 2004 01:00

Fernando Marías. Foto: Mercedes Rodríguez

Destino. Barcelona, 2004. 214 páginas, 20 euros

La publicidad editorial caracteriza esta nueva obra del bilbaíno Fernando Marías como "una novela valiente sobre la presencia española en Iraq".

Lo cierto es que sobre la presencia española se dice muy poco, porque los dos miembros del personal sanitario que resultan heridos son repatriados a las dos semanas de haber llegado, y Pablo, el sargento médico que narra su historia, renuncia explícitamente a ofrecer datos o impresiones del Iraq ocupado: "Poco importa cómo vi el campamento al amanecer, qué sentí. Poco importa cómo era el país invadido, nuestros mandos, la rutina tensa de los primeros días, la inquietud por los habituales disparos lejanos [...] O nada importa nada. Excepto lo que ocurrió el dieciséis de agosto". Lo importante no es, por tanto, lo que anuncia la tira superpuesta a la cubierta del libro, sino el encuentro fortuito de Pablo y el enfermero Paco con unos civiles a los que toman por enemigos y acaban matando, después de sufrir ellos mismos graves heridas, y el remordimiento subsiguiente de Pablo, que padece pesadillas y alucinaciones tras su vuelta a España. Podría decirse, pues, que Invasor es una novela sobre el sentimiento de culpa que atenaza a Pablo -y, en menor medida, a su compañero-, de modo que la esperada denuncia sobre la ocupación de Iraq, resuelta en exabruptos contra los gobernantes responsables, no alcanza siquiera el nivel de muchas pancartas que se exhibieron en numerosos lugares del mundo.

Lo que ha interesado al escritor es la composición de un personaje atormentado y psicológicamente herido por el más profundo remordimiento. Pero Marías no es Dostoyevski, y los sentimientos de Pablo están delineados mediante un recurso frecuente en el autor bilbaíno: la truculencia. El horror de la guerra -más bien del fatídico encuentro con los tres civiles- y su permanente evocación se resuelve mediante una prolija sucesión verbal de torturas, desgarros de la carne, espasmos, sangre a chorros, golpes, secreciones de todo tipo, cabezas reventadas y otros componentes efectistas que recuerdan las películas de terror más sangrientas de la serie B. En cuanto a la obsesión de la culpa y las reacciones del personaje, habría que dejar para los hematólogos la cuestión de si los instintos, las inclinaciones y los sentimientos de un individuo pueden pasar a otro mediante una transfusión de sangre, que es en la novela el motivo esencial de la conducta de Pablo. El hecho es que el tratamiento narrativo de este asunto es repetitivo, y los delirios del personaje se limitan una vez más a visiones macabras servidas con la truculencia expresiva que el autor ha derrochado: retórica fácil, que sustituye la sugerencia por la mostración, el análisis por el brochazo sangriento.

El tratamiento lingöístico tampoco ayuda mucho a mejorar el texto, quizá por la precipitación que delata la escritura. Hay afirmaciones perogrullescas: "A las cuatro treinta de la madrugada, partí hacia mi destino. Aterrizamos en Iraq horas después" (pág. 8); sorprendentes impropiedades: "Envidié, si no es un sacrilegio decirlo, a los hombres que había matado" (pág. 28; ¿por qué sería un sacrilegio?); "al poco el sol se encontraba álgido, pero a cada minuto parecía estarlo más" (pág. 31); "toda mi furia de nuevo álgida contra él" (pág. 80); "como si alguien acabara de encender despreocupadamente un cd" (pág. 39; ¿es posible esto?); "inspiro y expiro, inspiro y expiro, me miro al espejo" (pág. 76; ¿después de expirar?).

Demasiados descuidos para compensar las flaquezas de una obra que viene a ser más bien un cañamazo pobremente urdido. Si se aspira a hacer literatura es preciso obrar de otro modo.