Novela

Las intermitencias de la muerte

José Saramago

22 diciembre, 2005 01:00

José Saramago. Foto: Archivo

Trad. Pilar del Río. Alfaguara, 2005. 274 páginas, 19 euros

Antes de que fuese Nobel, Saramago mantuvo una larga conversación con Carlos Reis, de la que nació un libro publicado en Lisboa en 1998. Allí, ante la provocación intelectual de su contertulio, el escritor da cumplida cuenta de sus ideas sobre la novela que iluminan los principales rasgos característicos de toda su obra hasta Las intermitencias de la muerte.

Saramago habla, por caso, de su inclinación a la fábula, entendida como ficción artificiosa con que se encubre o disimula una verdad y, complementariamente, a la alegoría, en virtud de la cual lo representado significa otra cosa diferente. De todo esto se sigue una concepción de la novela no sólo como relato sino también como espacio para la reflexión. Así sucede en Las intermitencias de la muerte, ambientada en un innominado país sin mar, con diez millones de habitantes, regido por una monarquía parlamentaria.

Saramago, que no deja jamás de fustigar la ramplonería intelectual de nuestra época, confiesa a Reis que sus obras nacen todas de un mismo impulso: darse respuesta a una serie de cuestiones sin resolver. Por otra parte, el escritor portugués, que puso un título platónico a su novela del año 2000, La caverna, realiza un eficaz aprovechamiento narrativo de una retórica y una dialéctica que nos conducen a un tratamiento político de las tramas, por cierto no excluyente de otros registros. Como también ocurría en Ensayo sobre la lucidez, la circunstancia bien peregrina que genera el texto de Las intermitencias de la muerte da lugar a un desarrollo discursivo en donde la vieja arte sofística de dominar las voluntades a través de la palabra se manifiesta sobre todo en la práctica del lenguaje por parte de los gobernantes y de los periodistas en cuanto detentadores del cuarto poder.

Saramago manifiesta una marcada tenencia cervantina en su gusto por los planteamientos peregrinos. Ya sea el abrumador voto en blanco de los ciudadanos, la ceguera colectiva de todo un país, la existencia de un doble perfecto descubierta por el protagonista de El hombre duplicado o la incomprensible huelga de la muerte que deja de actuar con el comienzo del año, las tramas de Saramago se tejen en virtud de la cadena lógica de causas y efectos que la situación de partida impone. Las intermitencias de la muerte comienza y termina con la misma frase: "Al día siguiente no murió nadie". Pero no se trata por ello de una novela estática o circular. Como su propio título da a entender, a la renuncia inicial a cumplir con su cometido sucede, siete meses más tarde, el regreso de la Parca, que recurre ahora al macabro procedimiento de anunciar por carta, con siete días de plazo, la visita fatal.

Mas en las cien páginas finales la novela da otro significativo quiebro. La Muerte ha de relacionarse con la más recalcitrante de sus víctimas, un violonchelista que parece estar a salvo de su guadaña. El desenlace repite el idilio amoroso de novelas anteriores como La caverna o El hombre duplicado, sólo que aquí se hacen amantes la Muerte, encarnada en mujer, y su supuesta víctima, el músico, lo que abre otro período de indeseable inmortalidad para los humanos.

Saramago hace gala de la autorreflexividad de sus novelas. éstas, en palabras suyas, se van haciendo a sí mismas en un proceso de construcción continua que deja "las costuras a la vista". Así sucede en Las intermitencias de la muerte, cuyo texto es, por lo demás, muy trabado, pues el diálogo va inserto en la narración y la descripción resulta sumamente abstracta.

El olimpismo con que la voz del narrador se produce marca un distanciamiento casi brechtiano, pese a que el discurso incluya numerosos apóstrofes al lector, con frecuencia para contarle cómo la historia se está contando. De este modo José Saramago nos induce más a la reflexión que a la empatía para con los personajes, teniendo en cuenta, además, que hay sólo un paso de la fábula y la alegoría al anticlímax irónico o al sarcasmo. Así, por ejemplo, el primer ministro, una vez analizados en su entrevista con el rey todos los efectos negativos que la inmortalidad acarrea, llega a concluir que "si no volvemos a morir, no tenemos futuro" (página 114).