Novela

Balada de las noches bravas

Jesús Ferrero

22 octubre, 2010 02:00

Siruela. 442 pp., 19'95 e.


Acaso sea ésta la novela más personal de Jesús Ferrero (Zamora, 1952), que sus lectores percibirán inmediatamente como un desarrollo ampliado y más complejo de otra novela anterior, Ángeles del abismo (2005), con la que esta nueva obra tiene numerosas concomitancias. Balada de las noches bravas es el recuento de una vida desde la infancia del narrador -Ciro- hasta el final de una juventud sobre la que se han acumulado experiencias diversas, rematadas por varias muertes de maestros y amigos que se convierten en signos premonitorios de un ciclo que acaba. Los adolescentes de Ángeles del abismo viven aquí más, prolongan durante unos años su existencia literaria, y acaban todos ellos -Ciro, Beatriz, Alvar, Sara, Rubí, Claudio, Roco, los hermanos Bidar- por representar una generación: la de los nacidos en torno a 1950, ávidos de ver mundo, de huir de los estrechos límites de la vida provinciana, y obsesionados por el deseo de viajar a París, la ciudad soñada, libre, culta y cosmopolita. El autor ha puesto en su historia muchas vivencias personales, muchos escenarios habitados por él, y la construcción de una novela que deliberadamente roza las fronteras del terreno autobiográfico se refuerza mediante la aparición de figuras reales -cuyos retratos, fruto de una aguda observación, poseen una notable finura de matices- que ocasionalmente tienen alguna relación con los personajes del relato: los poetas Ramón Irigoyen, Valente, Costafreda y Carlos Edmundo de Ory; el profesor García Calvo; pensadores y filósofos como Foucault, Barthes, Althusser, Lacan...

Existe en estas páginas un considerable esfuerzo constructivo para seguir las andanzas de los personajes por diversos lugares -el País Vasco, París, Ginebra, Pamplona, China- detallando minuciosamente desde los distintos ambientes -algunos tan sórdidos como el del hotel Marigny- y panoramas urbanos hasta el tiempo atmosférico. Y hay un regusto casi barojiano en el esbozo de múltiples personajes secundarios que se desvanecen tras una fugaz aparición, ayudando de este modo a configurar un mundo bullicioso y variopinto con buenas dosis de autenticidad.

Y tal vez esta complejidad, que obliga a insertar párrafos de resumen (págs. 421, 433 o todo el final), cause pequeños desequilibrios constructivos. No está clara, por ejemplo, la función del jesuita Camilo, tío de Ciro, que ocupa por completo los dos capítulos primeros para quedar inmediatamente relegado -desde que Ciro se hace cargo de la narración- y luego desaparecer. Que al final, con Beatriz y Ciro en China, brote el recuerdo de Camilo no es suficiente para justificar su protagonismo inicial. Por otra parte, el narrador Ciro no tiene por qué saber la antigua y oculta relación de su tío con Yankuén (p. 401). La súbita visita de Ciro a Marcial, personaje sin antecedentes textuales, obliga a decir precipitadamente que se habían conocido en La Bola de Oro (p. 262), pero no existe mención alguna en el episodio correspondiente, y lo mismo sucede con Elba (p. 264). Tampoco el trato con Marcial -muy somero en la novela- basta para explicar el desaliento que su muerte provoca en Ciro. Se diría que estos pequeños desajustes son el resultado de podas realizadas sobre una redacción más amplia que han dejado algunas cicatrices. En otro orden de cosas, ciertas podas sí serían convenientes para limar parlamentos enfáticos, como el monólogo de Morengo (p. 424) o la imaginada conversación de Tolstói (p. 366).

Novela ambiciosa, densa, y compleja crónica generacional, Balada de las noches bravas es también -y quizá sobre todo- una reflexión sobre los vaivenes del amor y su naturaleza psicológica, no expuesta con disquisiciones teóricas, sino encarnada, como debe esperarse de cualquier relato, en la historia de Ciro y Beatriz que recorre la novela. Obra, además, bien escrita, aunque se mencionen unos "dispensarios de automóviles" (p. 115) que hay que suponer "concesionarios", o se caracterice a un anónimo personaje de café como "un sujeto con aspecto de editor" (p. 337), apreciación enigmática para la mayoría de los mortales.