Poesía

Las rosas de Hércules

Tomás Morales

12 julio, 2000 02:00

Edición de Andrés Sánchez Robayna. Mondadori, Barcelona, 2000. 248 páginas, 2.000 pesetas

El poeta canario Tomás Morales (1884-1921) no es un desconocido ni un clásico olvidado, aunque su presencia en la historiografía literaria haya sido siempre inferior a su mérito. Si bien la edición de Barral Editores (1977) lo puso al alcance del público amplio que había quedado fuera del radio de acción de la canaria de 1956, 23 años después resulta muy oportuno este nuevo rescate, en la elegante colección que con tanto acierto dirige y cuida J. Mª Micó.

Morales publicó en 1908 Poemas de la gloria, del amor y del mar, futuro primer libro de Las rosas de Hércules, título que el poeta dio a su obra completa, cuya segunda entrega apareció en 1919, quedando la tercera, a su muerte, inacabada y con muchos de sus textos sin terminar. La reedición revisada de la primera -ya póstuma, en 1922- llevaba un elogioso prólogo de Enrique Díaz-Canedo, que entroncaba a Morales con Rubén, Tristan Corbière y Ausonio, y señalaba su elocuente y entusiasta manejo de la oda. Cansinos, en La nueva literatura, lo emparentó con Villaespesa y el Pérez de Ayala de El sendero innumerable.

Sánchez Robayna lo aproxima al también canario Alonso Quesada, observa su pertenencia a la última fase del Modernismo y su habilidad en la exaltación de entidad canaria como un mito asociado al mar y de él nacido, y pide al lector el esfuerzo de situar en la Historia, y acaso disculpar, un lenguaje que resulta poco actual, por lo caudaloso y enfático. La advertencia es, en buena parte, ociosa: los lectores de poesía que sólo tienen sensibilidad para lo estrictamente contemporáneo, y hacen de ello bandera, se privan, con pocas excepciones, de tanta excelente literatura, que no va a convertirlos ninguna advertencia, por sensata que sea. La lectura y el disfrute de Morales requieren una cierta sabiduría previa, formada, al menos, en el fin de siglo modernista, y desprovista de los tópicos que todavía lo persiguen, como lo persiguieron en su tiempo. Porque Morales es el más espléndido de los frutos tardíos de aquel movimiento de brillante y culta renovación literaria; su elogio fúnebre de Rubén Darío lo confiesa paladinamente: "Tu índice iluminado nos señaló un camino".

Su lenguaje está así siempre atento a la riqueza y el matiz, con ocasionales arcaismos, neologismos y galicismos; describe y evoca, con habilidad y suficiencia, objetos, paisajes y estados de ánimo. Su imaginación se orienta a veces hacia el siglo XVIII o la Edad Media trovadoresca, y lo fascina la mujer cargada del oropel nostálgico de épocas y culturas exóticas, como la Salomé de Gustave Moreau. Su atención consciente y sistemática a la musicalidad del verso lo lleva al dodecasílabo de seguidilla, a los metros de más de catorce sílabas, a las series polimétricas de gran amplitud, tanto como al soneto alejandrino, a la rima aguda, esdrújula o interna, a la colocación de la pausa en esos lugares insólitos que obligan a reajustar el ritmo del verso y varían su ritmo, evitando la monotonía del sonsonete producto de la regularidad.

Morales se ocupó de la sencillez de la vida rústica insular, del paraíso de la infancia, e indagó, en la tradición simbolista, los estados mentales imprecisos en los que se sueña despierto por sugestión del silencio, de la soledad y del misterio. Al mismo tiempo que cultivó la imaginación crepuscular, citando a Rodenbach, fue un poeta de exaltación pindárica en otros ámbitos. La guerra del 14 despertó sus sentimientos aliadófilos y su predilección por Inglaterra, país que consideraba el heredero imperial de España: unió así al poema "Britannia Máxima" otro dedicado a don Juan de Austria, atemperando una posible interpretación belicista con la "Elegía de las ciudades bombardeadas", y un canto a la paz. Pero su asunto distintivo es el ditirambo colosalista al mar, a la navegación y al destino marítimo de Canarias. Recogió en toda su diversidad la galería de tipos humanos pintorescos, anécdotas, colores y sonidos que animan el puerto donde "se juntan las parlas de todas las naciones/con la policromía de todas las banderas"; y el espectáculo de la moderna aglomeración urbana, con sus movimientos de masas y sus motores y máquinas. Estuvo en ello a un paso de asumir el espíritu futurista, y muy cerca de la Oda marítima del primer Pessoa. Los poetas de la edad de Morales, cuya madurez coincidió con la disgregación del Modernismo, tenían ante sí varias vías de escape, comunicadas por más de un atajo: el despojamiento verbal y la búsqueda de la esencialidad expresiva de Juan Ramón, el Creacionismo y el Ultraísmo, ante todo.

Morales colaboró en las páginas de la revista "Grecia", uno de los ámbitos en que se manifiesta más claramente el entrecruzamiento de tendencias, la indecisión y la búsqueda de nuevos horizontes que singularizan aquella segunda década del siglo. Si no puede ser considerado un poeta malogrado, por la alta calidad de lo que consiguió, es evidente, al mismo tiempo, que su temprana muerte nos ha privado de lo que sus poderosas facultades hubieran podido producir en la época que lleva el sello de la generación del 27.

Esta tarde he leído a Rodenbach

El día ha sido el más propicio que hubo en todo el verano...

La quietud casi triste de este salón antiguo

de un amigo que espero; el misterioso encanto

de esas altas ventanas que tienen muselinas;

la quietud de los viejos espejos biselados,

y este vaso con flores nuevas sobre la mesa...

En la mesa hay un libro: el del poeta amado.

Tomás MORALES