Image: Poesía, I-II

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Poesía

Poesía, I-II

Luis Felipe Vivanco

16 enero, 2002 01:00

Vivanco, por Grau Santos

Edición de Pilar Yagöe y J. á. Fernández Roca. Trotta. Madrid, 2001. 465 y 460 páginas

"¿A quién ha llegado mi obra?", se preguntaba Luis Felipe Vivanco en 1962. La respuesta no podía ser más desoladora: "Ni siquiera a los amigos. Esta es la verdad: la poesía me distancia, me aleja de todos. ¡Lo que cuesta entrar en mi obra! Me cuesta incluso a mí mismo. Y sin embargo, quiero hacer obra cordial, completa de espíritu, no sólo intelectual". Una discreta sombra fue en su tiempo Luis Felipe Vivanco (1907-1975); una sombra desvanecida, a quien pocos recordaban y nadie leía, después de su muerte, sobreviviente apenas como una mención en los manuales de literatura: generación del 36, poesía de la intrahistoria, grupo Rosales-Panero.

Luis Felipe Vivanco pareció andar siempre con el pie cambiado dentro de la historia de su tiempo. Se le recuerda como uno de los intelectuales del franquismo, como el autor, junto con Rosales, de la propagandística colectánea Poesía heroica del Imperio, como un poeta católico en la pomposa estela de Paul Claudel. Pero durante la república fue un hombre de izquierdas y un poeta vanguardista, y a partir de los años cincuenta un opositor al franquismo y al catolicismo oficial. La historia le jugó una mala pasada: Franco, que le anuló en vida, le anuló también póstumamente. De la muerte de Vivanco apenas se enteró nadie: falleció en la madrugada del 21 de noviembre, cuando la atención de todos estaba centrada en las consecuencias de otra muerte. Conoció lo peor de la represión final (uno de sus hijos estaba en la cárcel), sin llegar a disfrutar la alegría de los primeros tiempos democráticos.

En 1974 reunió lo que consideraba la parte fundamental de su obra en el volumen Los caminos, que pareció iniciar un cierto reconocimiento al obtener al año siguiente el Premio de la Crítica. Por entonces estaba trabajando en una poesía muy distinta: la que aparecería, ya póstumamente, en 1976, con el título de Prosas propicias. Ese último libro era una obra insólita. Cumplidos los sesenta años, había iniciado un proceso de rejuvenecimiento estético. Prescindía de las buenas formas machadianas, de su bonhomía gris, y volvía a los aires vanguardistas de sus orígenes, sintonizando con la poesía novísima. No resulta casual que, en 1970, el mismo año de la antología, y en Barral, publicara y tradujera Vivanco Versión celeste, de Juan Larrea.

Muerto y enterrado su autor, fijado para siempre en el nicho de la historia literaria como poeta franquista y católico, apenas si Prosas propicias recibió alguna atención. Hoy puede resultar una sorpresa para muchos lectores. Algunos puntos en común tiene con Descripción de la mentira, de Antonio Gamoneda, publicado al año siguiente, y que puede considerarse igualmente como un ajuste de cuentas con el realismo y el compromiso sin renunciar al realismo ni al compromiso.

Lo que menos nos interesa hoy de Prosas propicias -prosas que son versos disfrazados- es quizá lo que tiene de poesía política, de poesía de circunstancias muy ligada a los últimos tiempos de la dictadura. En el poema "Aquel verano", de 1973, cita al comienzo unos versos de Fray Luis de León: "¿No ves cuándo acontece/turbarse el aire todo en el verano?/El día se ennegrece,/sopla el gállego insano..." Al final del poe-ma, en un fácil rasgo de ingenio, quien sopla "en la sesión continua de sangre puntualmente derramada" es "el gallego insano".

Luis Felipe Vivanco -cristiano y ciudadano ejemplar y a contrapelo- no fue nunca un poeta brillante; le preocupó siempre más la ética que la estética. Sólo en su libro póstumo se permitió alguna frivolidad (aunque tampoco faltan en él las bien intencionadas paráfrasis evangélicas: "no se hizo el seglar para el cura sino el cura para el seglar").

No sabemos si estas poesías completas, atinada y minuciosamente prologadas por José ángel Fernández Roca, contribuirán a sacarle del purgatorio. En 1973, Vivanco hace recuento de su vida, según leemos en su diario póstumo, y ve en ella "una continuada y absurda angustia económica, sin apenas compensaciones de orden literario. Una vida no fracasada, sino más bien equivocada". Una vida sin brillo, un hombre "en el buen sentido de la palabra, bueno"; una poesía honesta, verdadera y que puede parecernos también sin brillo. Un poeta que pocos han leído, que pocos parecen interesados en releer. Quizá sea este el momento de hacerlo.


Cuatro cuerdas románticas para solo de violonchelo
Beethoven con sus plácidas colinas a la luz del relámpago, su intimidad en alas de mariposa negra y el leño de una cruz que celebra sus bodas de amar mucho.

Schumann con todo su dolor en dedos como espigas de ese trigo que piensa, viento de madrugada doblándole su aroma vegetal de ternura.

Mendelssohn, cancionero de pan y edad temprana, casi humilde en llovizna, casi desesperado de cristal y espectro que se cubre de flechas.

Y Brahms, bóveda abierta de ramas y luz clara donde miradas húmedas saben que se hizo tarde como el polvo y el humo.