Memorias. “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo” Así empieza Pascual Duarte, a los cincuenta y cinco años, en una celda en la que espera el momento de ser ejecutado (agarrotado) por el último de sus varios crímenes, el atroz relato, en forma de memorias, de una parte esencial de su terrible vida en un pequeño pueblo extremeño hasta los primeros lances de la Guerra Civil. Lo que sigue, un cúmulo de violencia y horrores protagonizado por el condenado y deudor de su contexto familiar y social, bien podría desmentir a Pascual y afirmar su maldad, pero también explica, ciertamente, los motivos que Duarte, desde muy niño, habría tenido para ser malo. El capellán que le asistirá en prisión en sus últimos días dirá que, “al llegar al fondo de su alma”, se accede a conocer que Pascual no es sino “un manso cordero, acorralado y asustado por la vida”.
La perturbadora exploración de la inusitada doble condición de hiena y ovino, de verdugo y víctima del narrador a través de los hechos que refiere el desgraciado es, con no poco sobresalto para el criterio moral del lector, la sustancia de La familia de Pascual Duarte, novela transida de pesimismo al dictaminar que la brutalidad de un origen miserable y despiadado implica un determinismo sin escapatoria abocado a un destino fatal.
Tremendismo. He leído hace unos días que la primera novela de Camilo José Cela (1916-2002) se sigue recomendando o prescribiendo para su lectura en colegios e institutos. No ha de dejar indiferentes a los adolescentes, ochenta años después –se cumplirán el 7 de diciembre– de su publicación en la burgalesa Editorial Aldecoa, regentada por un coronel, un detalle que puede mover tanto a asombro como el hecho de que la censura –pese a los tijeretazos perpetrados por el “transcriptor” del texto para evitarnos “intimidades repugnantes”– autorizara, primero, su publicación y prohibiera, después de su éxito y en vísperas de su traducción consecutiva a siete idiomas europeos en seis años, su segunda edición.
La bárbara violencia del libro no es, quizá, tan sobrecogedora para el lector como el desolador retrato del núcleo familiar
Hay que ponerse en situación: el futuro Premio Nobel de Literatura (1989), oficinista por entonces en unas dependencias sindicales, tenía 24 años cuando empezó a escribir esta asombrosa novela y 26 cuando la publicó. Su extrema crudeza –había nacido el “tremendismo” celiano– hizo desistir a Pío Baroja de redactar el prólogo que el escritor gallego le solicitó: “…si usted quiere que lo lleven a la cárcel, vaya solo, que para eso es joven”, le dijo Baroja al formalizar su negativa.
Círculos. Por algo tituló Cela su novela La familia de Pascual Duarte. Pascual es el protagonista y narrador en primera persona, sí, pero está en el centro de unos determinantes círculos concéntricos –el pueblo y su gente, la tierra, la miseria, la ignorancia, la brutalidad, la virilidad machista…–, entre los que su familia (su padre, borracho y violento; su madre, seca y maligna) es el primero y más decisivo de todos. La bárbara violencia del libro no es, quizá, tan sobrecogedora para el lector como el desolador retrato del núcleo familiar de personas y de bestias (los cerdos de la cuadra), rehogado en la suciedad y el mal olor.
En esta novela, las (negras) resonancias picarescas se aúnan, a mi juicio, con ecos de tragedia lorquiana, presentes en los lacónicos diálogos y en ciertos emblemas reiterados como el luto, los cuchillos y la sangre. No solo la sangre vertida por las acciones de Pascual, sino esa sangre que, vez tras vez, Pascual –muy capaz de la ternura– dice que le fluye del corazón a las sienes hasta percutar sus crímenes.