Soflamas. Caminaba de vuelta a casa, hablando solo por las esquinas, tras ver Paraíso perdido en el María Guerrero. No es una versión o una adaptación del epopéyico poema narrativo de John Milton (1608-1674), de sus doce libros y de sus once mil versos.
En poco más de hora y media, Andrés Lima y Helena Tornero despachan una liofilización, una salvaje amputación y distorsión de una de las obras cumbre de la literatura universal, de su heterodoxo, ecléctico y complejo –y largamente prohibido por la Iglesia Católica– discurso teológico, para realizar una complaciente, doctrinaria y pedagógica proclama en la que, pese a cuatro o cinco pasajes de incuestionable belleza escénica y verbal, se hace un elogio a la rebeldía y propósito liberador de Satanás –ahora, una mujer–, se caricaturiza a un Dios tullido y tórpido, bebedor y fumador, cínico y burlón, con la corbata floja y pintas de gánster y se completa la faena con sendas sobrevenidas, narcisistas, encendidas y gritonas soflamas sobre la persecución y la represión que el Poder viene ejerciendo sobre el teatro –esto, en un teatro del Estado– y sobre el afán ecofeminista de liberación de la mujer.
Mentar, a tal propósito, a John Milton y El Paraíso perdido es un engaño. Venga, dígame, ¿por qué Dios prohibió a Adán y Eva el conocimiento y el saber en el Edén? Satanás nos hace esa pregunta varias veces. A ver, por qué, ¡ajá! ¿Y qué tal si Lima, la próxima vez, deja en paz a Milton y se toma la molestia de escribir una obra nueva? Shock 1, con sus cosas, fue genial.
Patrimonio. Llegué a casa con retraso, por ir cavilando en círculos por las aceras, y me precipité, atónito y desorientado, a rescatar mi ejemplar de El Paraíso perdido, una edición de 1993 con prólogo de Claudio Rodríguez y versión de Abilio Echeverría. Casi cuatrocientas páginas. Con muchas notas, por supuesto. ¡Qué tiempos aquellos, cuando Planeta publicaba una extraordinaria colección de Clásicos Universales! Si el cine o el teatro de barra libre destrozan una gran obra del patrimonio literario de la humanidad siempre nos queda la posibilidad de acudir al texto original, que garantiza su supervivencia.
El patrimonio arquitectónico está protegido por la ley, y un arquitecto no puede entrar en una catedral gótica y, bajo el pretexto de restaurarla acercando el edificio al lenguaje de hoy, introducir gárgolas de fibra de vidrio y arbotantes de hormigón armado. Pero, claro, en la creación artística –teatral, pictórica, literaria…– siempre se ha podido, y así ha de ser, transformar o efectuar disrupciones con obras precedentes. Solo cabe apelar a la responsabilidad, que no es otra que la poco objetivable obligación de dar lugar a otra obra de parecido calado e interés.
Comparaciones. ¡Ese alegato final, que vocea una Eva desgarrada, propio de un mitin o de un articulejo enfervorecido! Tanto preguntarnos desde el escenario por qué Dios prohibió el conocimiento, ¿y por qué Lima y Tornero nos vetan el conocimiento de lo que pensaba y escribió Milton? Utilizando, encima, su nombre en vano. Las comparaciones son odiosas, se dice, sobre todo porque pueden ser impropias. Pero me ha venido a la memoria que Peter Brook dedicó una década a trabajar en su versión del Mahabharata, el poema épico indio del siglo III antes de Cristo, y que el montaje que se pudo ver en Madrid duraba, con descansos, unas doce horas.
La duración de un espectáculo que adapta un extenso texto no garantiza su calidad, pero es, al menos, un indicio de la actitud de respeto del adaptador. Y diría que también de su ambición artística, alejada de la intención espuria de utilizar una gran obra para hacer circular unos mensajes de urgencia. Quería haber escrito hoy de Ayer (1935), la regocijante y sorprendente novela del chileno Juan Emar, que ha publicado Gatopardo. Otra vez será.