¿Por qué el arte cuesta lo que cuesta?
¿Quién marca que una obra de arte tenga un precio u otro? ¿Es la galeía la artífice de que un artista tenga mejor posicionamiento en el mercado? En el contexto de ARCO, hablamos de precios con la asesora de coleccionistas Elisa Hernando y el galerista Pedro Maisterra.
Elisa Hernando
Asesora de colecciones y CEO de Arte Global & RedCollectors
El precio de todo y el valor de nada
Ya lo dijo Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray: “En los días que corren la gente sabe el precio de todo y el valor de nada”. Cómo se fijan los precios en el arte y qué influyen en ellos es, sin lugar a duda, una de las cuestiones que genera más curiosidad en el mercado. Una curiosidad lógica, si tenemos en cuenta que, para que se fije el valor, los criterios son muy complejos y en cierto sentido subjetivos. El precio de una obra de arte viene determinado por una serie de variables, siendo una de ellas las galerías de arte que representan al artista en cuestión.
Las galerías de arte son uno de los pilares fundamentales en la construcción del valor del artista en el primer mercado. Lo posicionan en colecciones, exposiciones y premios relevantes
Como decía antes, es necesario distinguir entre los conceptos de precio y de valor. El precio de una obra viene determinado por variables propias del objeto, es decir, si es pintura su precio será superior a si es un grabado; si es una edición, el precio estará determinado en función del número de ejemplares o si el tamaño es mayor o menor; aunque siempre pueden darse particularidades según los artistas.
Cuando se habla de precio de mercado este se entiende por la cuantía económica que un vendedor, por ejemplo, una galería, espera recibir por una obra de arte y que un coleccionista está dispuesto a pagar por la utilidad que le genera. El comprador busca el disfrute por la posesión de la obra. Es bastante común escuchar la pasión que sienten al coleccionar y al apoyar a los artistas, pero también buscan, en mayor o menor medida, el potencial de revalorización de la obra, no tanto con intención de venta sino como acierto en su elección y como legado para sus hijos. El valor del artista se construye también a partir del lenguaje y del discurso sobre el que va creando sus obras. Su capacidad de innovación y de creatividad es validada por comisarios, críticos, directores de instituciones... algo determinante para configurar el valor estético de sus obras.
Por su parte, las galerías de arte son uno de los pilares fundamentales para construir el valor del artista en el primer mercado. A través de diferentes estrategias van posicionando a sus artistas en colecciones de prestigio, en exposiciones comisariadas o en premios relevantes que construyen el currículum del creador. Con la irrupción de la digitalización del mercado del arte los galeristas van incorporando nuevas estrategias online que, sumada a las estrategias tradicionales, potencian la difusión de sus artistas, como la presencia en plataformas, redes sociales o las campañas de pago en espacios como Instagram, Facebook y Tik Tok.
Por último, cabe destacar que en el mercado de las galerías, a diferencia del de las subastas, el precio de las obras de los artistas es símbolo de su prestigio y estatus. El sociólogo del arte Olav Velthuis ya señaló en su libro Talking Prices que el hecho de que los precios “no bajen” en el primer mercado se entiende como una anomalía económica. Esta sería la principal diferencia con las subastas, donde los precios de las obras fluctúan en función de la demanda del mercado.
Pedro Maisterra
Codirector de la galería Maisterravalbuena
¿El precio justo?
Después de una docena de años pintando, otras tantas exposiciones institucionales y un centenar de críticas que le encumbraban como uno de los pintores más importantes de su generación, las clases de francés a bachilleres seguían siendo el único medio de vida que le permitía ejercer de artista. Las instituciones y la crítica, sin duda importantes, no pagaban las facturas ni le garantizaban poder desarrollar la carrera a la que apuntaba el reconocimiento que recibía, ni a él ni a ningún artista. La estabilidad –aburrimiento, rutina, tiempo de reflexión– vendría de la mano de un audaz anticuario catalán que, sin saber nada sobre arte contemporáneo, había abierto una galería en Madrid y sobre la marcha fue inventándose la profesión hasta convertirse en el galerista español con mayor relevancia y proyección internacional del momento. Luis Gordillo ha contado en múltiples ocasiones que su golpe de suerte se llamó Fernando Vijande y que, durante quince años, hasta la muerte del galerista en 1987, “viví de él, pero él no vivió de mí”.
El sobreprecio de un fuego de artificio, pero también la “oportunidad”, el “chollo”, provocan narrativas paralelas que poco tienen que ver con el valor simbólico de esta particular mercancía
El objeto de una galería es el artista, no las obras de arte, un compromiso de largo recorrido que construye un relato, también a través de las ventas. El acuerdo económico entre un artista y un galerista debe basarse, por tanto, en aquel que posibilite su trabajo y exprese su desarrollo, su crecimiento y su consolidación. La lógica de la oferta y la demanda se disuelve en la potencialidad: no sólo se trata de lo que es la obra hoy sino de lo que será mañana, en diez años, en cincuenta... Y no como objeto aislado sino dentro de una trayectoria y de un contexto que superponen valores simbólicos y culturales al económico. Si se hace “bien” el trabajo, todos terminan por equipararse.
Un precio justo es el que garantiza la perdurabilidad y una creatividad liberada de la especulación y debe reflejar y ser parte de los mimbres que construyen la escena del arte. El sobreprecio de un fuego de artificio, pero también la “oportunidad”, el “chollo”, provocan narrativas paralelas que poco tienen que ver con el valor simbólico de esta particular mercancía y en última instancia convierten el objeto de arte en un zombi sin un rumbo fijo que le salve del capricho de las modas y de la volatilidad que estas provocan.
El precio conecta al artista con el coleccionista (privado o institucional) a través de la galería. Un “mal” precio rompe esa conexión entre hacedor, objeto y contexto creativo: despoja al artista y a la escena de valor. Un precio justo debe proyectar las potencialidades de la obra sobre unos criterios que establezcan una garantía cultural con voluntad de permanencia, un compromiso del que es necesariamente partícipe el coleccionista, cuyo apoyo sostenido en el tiempo convertirá, además, su empeño en oportunidad económica. El precio justo es el “despilfarro” que produce valor desde la dignidad y no por el importe, el que dota de pleno sentido el acto mismo de coleccionar.