Jon Fosse. Foto: Agnete Brun/Samlaget

Jon Fosse. Foto: Agnete Brun/Samlaget

Dardos

Jon Fosse, un Nobel de teatro

Ponemos en valor la dramaturgia del escritor noruego, que ha irrumpido en la historia de la literatura gracias al galardón de la Academia Sueca.

José Manuel Mora Ana Fernández Valbuena
24 octubre, 2023 01:54

Una brillante oscuridad

José Manuel Mora. Dramaturgo y director de la Escuela Superior de Arte Dramático de Castilla y León.

En marzo de 2014, dentro de un proyecto de intercambio de escritores con Noruega, tuve la oportunidad de conversar (y almorzar) con Jon Fosse en el Teater Salen de Oslo. Pese a los obstáculos que el equipo de trabajo tuvo que vencer para encontrarnos físicamente con él, en cuanto nos vimos supe reconocer a ese “un poco niño” que, según Fosse, hay que ser para poder escribir. “Un poco niño y católico”, añadió. Y es que su escritura tiene mucho de búsqueda, de escucha de “algo que no sé muy bien qué es” –nos diría–. “Y lo mágico –continúa Fosse tratando de buscar siempre la exactitud y la claridad en la palabra– es que lo que escribo resulte nuevo incluso para mí. De algún modo, es como si no fuera yo quien escribiera”. “¿Quién?”, le pregunté yo en un ataque de osadía, “¿Dios?”. Silencio.

A Jon Fosse le gustaba escribir de niño porque en la escritura hallaba un refugio en el que sentirse protegido del mundo. “Crecí en una zona rural de Noruega y en esa parte luterana del mundo existían muchos grupos religiosos. Uno de ellos, los cuáqueros, se oponía a cualquier forma ritual de autoridad religiosa. No tenían oraciones, ni ritos, ni nada. Se sentaban en círculo y cuando uno de ellos sentía la necesidad de hablar, lo hacía. Si no, callaban. Era una forma de escucha de –lo que ellos llaman– la luz interna de Dios dentro de cada uno”. Esta tradición hundía sus raíces en el misticismo medieval del Maestro Eckhart (teólogo dominico alemán del siglo XIII, creador de una doctrina mística basada en el desapego y en una vía negativa para alcanzar la divinidad: se debe abandonar el ego para entregarse a la voluntad divina; porque “lo que está fuera del tiempo siempre es universal; lo que no tiene cuerpo y materia está en todas partes”). Quizás por eso, su escritura –verdaderas partituras musicales emancipadas del cuerpo– tenga mucho más que ver con los místicos medievales que con la materialidad mortífera de la autoría teatral contemporánea.

Su escritura quizás tenga mucho más que ver con los místicos medievales que con la materialidad mortífera de la autoría teatral contemporánea

“Cuando yo era joven me interesaba mucho la literatura. Al mismo tiempo comencé a escribir y comprendí entonces la enorme diferencia que existía entre la poesía –que ya escribía por aquel entonces– y la manera de pensar “académica”. Vivía en una especie de esquizofrenia entre el lado artístico y el académico. Pero enseguida me decidí: debía permanecer en el lado artístico, en la parte musical y espiritual de la escritura”. Y allí permanece, aunque se mueva siempre en el terreno limítrofe donde la poesía fricciona y se pliega sobre sí misma, dejando huecos y silencios; donde la poesía se tensa hasta volverse drama –porque, de otro modo, solo serían palabras–. Por eso escribir teatro para Fosse puede resultar agotador. “Puedo escribir una pieza en una semana –nos decía–, pero me deja tan exhausto que luego necesito un año para recuperarme”. Para recuperarse de esa tensión luminosa –destilada de un fondo oscuro– que nutre su escritura de una brillante oscuridad.

La lengua de los fiordos

Ana Fernández Valbuena. Investigadora y dramaturga. Editora de Teatro noruego contemporáneo: Yo soy el viento (2014).

Aunque en España se ha editado más su narrativa, la proyección internacional de Jon Fosse se debe a su teatro: más de treinta obras, traducidas a cuarenta idiomas, y muchos galardones. Su primer drama, Alguien va a venir (1996), fue editado y montado en España por Teatro Arbolé (2002), con dirección de Mariano Anós y, luego, en la Sala Russafa de Valencia (2012) dirigido por Harold Zúñiga. En Argentina se publicó el volumen La noche canta sus canciones y otras obras teatrales (Y nunca nos separarán; El niño; Un día en el verano; Mientras las luces se atenúan y todo se oscurece; Variaciones sobre la muerte) en Colihue Teatro (2011), una edición motivada por el montaje de Daniel Veronese (2008) de la primera de dichas obras, replicada después en Uruguay y México. Pero el texto más representado de Fosse es Yo soy el viento, publicado en Teatro del Astillero (Madrid, 2014) gracias a la Embajada de Noruega, con edición de quien esto escribe y una magnífica introducción de J.G. López Antuñano. La pieza –dirigida por Salva Bolta en Madrid (2014)– es un inestable diálogo a dos voces sobre una balsa imaginaria: construida con frases brevísimas punteadas por pausas, que rigen un tempo de metrónomo, obliga a interrupciones y síncopas que buscan contener la tragedia interior. Como en este ejemplo de Yo soy el viento:

“EL UNO Apenas puedo hablar/pausa bastante breve /porque tengo que luchar por cada palabra/ luchar para desprenderla/ pausa bastante breve/ y luego/ cuando sale la palabra/ cuando la palabra ha sido dicha/ pesa tanto…”

Unos diálogos dispuestos como una sucesión de versos libres, sin apenas puntuación ni mayúsculas, que dotan a los parlamentos de una estructura más musical que dramática. No obstante, tanto en lo escrito como en lo dicho, los vacíos no son sino el compás de espera de una palabra llegada para horadar el extenso territorio del silencio. Y es que lo más importante, mantiene Fosse, reside en los silencios: “En ellos soy más poeta que dramaturgo: muchos de mis dramas están contenidos en una especie de poema que solo yo conozco”; los silencios parecen ofrecerle la vía de penetración en el territorio de la conciencia.

Algunas claves de su singular dramaturgia son la militancia lingüística, las estructuras alejadas de las formas clásicas del drama occidental y sus podersosas estampas poéticas

Su verbo, esencial, está ligado además, al despoblado paisaje de su infancia, junto al fiordo Hardanger, desde el que recorría varios kilómetros diarios para ir a la escuela, cobijado en su lengua, la lengua de los fiordos: el nynorsk (neonoruego), que no es el noruego literario en que escribiera Ibsen (el bokmål), sino una koiné que reúne dialectos del país, frente a esa otra lengua, impuesta, hablada en las ciudades. Un idioma –dice Fosse– cercano a los ciclos arcaicos de la mitología nórdica: escribir en neonoruego es su forma de proteger lo vernáculo, de asegurar la memoria y, al tiempo, construirla, pues dicha lengua carecía de tradición escrita.

Militancia lingüística, estructuras alejadas de las formas clásicas del drama occidental, poderosas estampas poéticas –como las del teatro simbolista, o teatro de los poetas– donde todo parece detenido a la espera del abismo, son algunas claves de su singular dramaturgia.

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