Cayo Suetonio, que murió en torno al año 126, relata en De duodecim Caesarum los más impensables episodios de las vidas enloquecidas y tiránicas de quienes gobernaron el mundo romano, existencias extravagantes, crueles, disparatadas. Sin embargo, entre todas las narraciones una llama la atención por lo inquietante del parecido: la de Nerón Claudio. Los paralelismos que se cumplen con un mandatario actual, cuyo sueño es presidir el mundo y su cielo, causan, más que asombro, estupor.
Suetonio, amigo de Plinio el Joven, nos dice que "sus cabellos eran rubios" (LI), y que su afán "le llevó a cambiar el nombre a muchas cosas y muchas ciudades para sustituirlos con el suyo" (LV). Ajeno a cualquier forma de escrúpulo, fanfarrón, "dio espectáculos variados" (XI), y fue "uno de los actores más asiduos de los juegos", y así, divirtiendo a unos y a otros, "recibió numerosos testimonios del favor público" (VII). De esta suerte, envalentonado y adulado de todos, "no rehusó ninguno de los excesivos honores que se le prodigaron" (VIII).
Era ventrudo, excéntrico, hizo "correr cuadrigas tiradas por camellos" (XI), y hallaba regocijo asignando a la nobleza "papeles de bufones" (XI). Recelaba del talento de otros actores, envidiaba a los que tenían mejor voz que él, jamás reconocía la virtud ajena. Megalómano y narcisista, consentido, "gustaba en extremo de los aplausos" (XX), tanto era así que hizo adiestrar a más de cinco mil jóvenes "que aprendieron las diferentes maneras de aplaudir" (XX).
Daba dinero a espuertas a quienes lo lisonjeaban en su forma de gobierno. Cuando cantaba o hablaba, no estaba permitido abandonar el teatro, "ni siquiera por las más imperiosas necesidades" (XXIII), y hubo mujeres que dieron a luz mientras él se exhibía, y gente que saltaba las vallas, extenuada en su aplauso, para escapar de aquella locura. Con mirar avieso observaba a sus competidores, los desacreditaba, los injuriaba (XXIII), y "él mismo se proclamaba vencedor" (XXIV). Se empeñó en borrar para siempre toda victoria que no fuera suya (XXIV), y llenó sus cámaras con estatuas que lo representaban (XXV).
Entregado a sus pasiones, que eran "petulancia, lujuria, avaricia y crueldad" (XXV), "no hizo ya nada para disimular" (XXVII) y, antojadizo y desbocado, consideraba su amistad u odio según "las mayores o menores alabanzas que se le dispensaban". Visitaba los prostíbulos y se divertía haciendo que las mujeres distinguidas imitaran los modos de las cortesanas (XXVII). Violador y amigo de hurto (XXVIII), era afín a los que dilapidaban como él: les animaba a hacerlo (XXX) porque así corría la alegría. Era su credo. Pescaba con una red de oro y sus mulas llevaban herraduras de plata (XXX).
Persuadido de que él era el Estado, anuló leyes y decretos emitidos por el Senado, y tildó de dementes a quienes los habían promulgado
Persuadido de que él era el Estado, anuló leyes y decretos emitidos por el Senado, toda vez que tildó de dementes a quienes los habían promulgado (XXXIII). Procedía de manera tan inopinada que se enfrentaba a multitud de litigios (XXXIV). "Nadie estaba libre de sus golpes, todo pretexto le era bueno" (XXXVI), escribe Suetonio. Obsesionado con el mencionado Senado, su idea era suprimirlo (XXXVII).
So pretexto de la estrechura de ciertas calles, mandó prender fuego a Roma. Miraba el espectáculo desde el proscenio (XXXVIII), veía arder su propio lugar, no bastaba la ceniza, en todo anhelaba una ganancia, hasta que, tras soportarlo catorce años, "el mundo le hizo al fin justicia" (XL). Todo comenzó por la sublevación de la Galia Lugdunense; fue imparable. Se añadieron las Españas y la decisiva respuesta de Galba.
Acorralado, "perdió por completo el valor" (XLII), y entonces, viéndose cercado, quiso envenenar a todo el Senado y "soltar las fieras contra el pueblo" (XLIII). No había salida, debía darse muerte, temeroso ante las represalias. Le faltó valor, fue su secretario Epafrodio quien le ayudó a hundir el cuchillo (XLIX).