Estoy sentada en casa de mis tíos en una aldea diminuta junto a un lago, en el interior de Galicia, una zona alejada de las rutas turísticas de las Rías Baixas, donde he pasado los días previos, a orillas de un mar que conozco desde niña. En la casa familiar, perplejidad ante el debate que ha suscitado un término que todos llevan usando de manera inocente durante años: fodechinchos. "Antes lo decíamos de broma, ahora todo el mundo está muy enfadado".

Hay razones para el enfado, claro, mis familiares están al tanto de las protestas a causa del turismo masivo en distintos puntos de España. Durante la comida, no dejo de pensar en la polémica y en la valentía que supone plantarse ante el sistema y negarse a servir al turista altivo, maleducado y desagradable. Pero ¿y el resto de turistas?

Mi madre es gallega, mi padre es madrileño. Ambos han visto cómo las playas escondidas y casi inaccesibles de la juventud de mi madre se convertían en reclamos turísticos con todos los servicios a disposición del usuario: chiringuito, baños, parking a pie de playa. Sí, atravesar caminando el bosque que rodea las dunas tiene un punto romántico y sí, es mejor bañarse en un mar que no tenga una película aceitosa por encima. Pero ¿es el problema quien simplemente acude a una playa que se ha popularizado o lo es el sistema turístico que sostiene nuestra economía? ¿Sobre quién recae la culpa y la responsabilidad?

Que necesitamos echar el freno es evidente no solo en materia de turismo. Pero si la reflexión no es colectiva, no sirve de nada

Dentro de todas las dudas que me genera este debate, hay una idea que espero que vaya calando y que sí tengo clara. Tal como explica Jorge Dioni López en El malestar de las ciudades, poner al individuo en el foco nos aleja del quid de la cuestión: todos somos turistas en algún otro sitio, todos molestamos a los locales; más allá de la decencia básica que deberíamos mantener siempre y en cualquier lugar (a pesar del título de esta columna, no hay que ser fodechinchos), es difícil que al viajar y al ser turistas evitemos al cien por cien un impacto negativo en el sitio que visitamos.

Tampoco tengo claro que las distinciones entre turista y viajero nos sirvan de mucho. Podemos agarrarnos a la idea de que somos lo segundo en vez de lo primero, pero seguramente la mayoría de veces no sea así. Movernos de casa siempre implicará un impacto: medioambiental, económico, humano. ¿Hasta qué punto está en nuestras manos minimizarlo dentro de un sistema que no deja margen para el decrecimiento, para lo local y para lo pequeño?

Este verano se han propuesto otros modelos de descanso más amables y más sensibilizados ante la crisis que estamos viviendo (una de muchas) que implican no moverse tanto del sitio, redescubrir los lugares en los que pasamos la mayoría del año como lugares en los que también puede darse la desconexión y la calma.

Mucha gente se ha preguntado: ¿Por qué no quedarme en casa? ¿Es el traslado veraniego algo obligatorio? ¿Por qué parece que si no me muevo he desperdiciado mis días de vacaciones? Que necesitamos echar el freno es evidente no solo en materia de turismo y que necesitamos hacernos estas preguntas también, pero no las podemos hacer individualmente. Si la reflexión no es colectiva, no sirve de nada.

No tengo la solución; tampoco es mi trabajo tenerla, pero quizás sí que lo sea señalar las contradicciones que por lo menos yo percibo en este debate: que está bien ir a la playa de moda en nuestras vacaciones y que está bien la pintada de "tourists go home". La apoyo y la suscribo, pero si la estoy leyendo es porque yo también estoy ahí.