La semana pasada les hablaba de los llamados audiolibros. Lo hacía sin demasiado entusiasmo, lo admito, y hoy quiero exponerles las razones profundas de que así fuera. Tienen que ver con la impaciencia que —salvadas las excepciones de rigor— me produce el modo en que suelen ser leídos los textos en voz alta.
Cuando se trata de actores o de locutores profesionales, suelen echarlo todo a perder con su engolamiento, con esa dicción artificiosa que tantas veces me echa para atrás en programas de radio o de televisión, en doblajes, incluso en el teatro. Cuando se trata de los propios autores, el desastre suele ser tan clamoroso, que mejor no hacer sangre, y consolarse con aquello de que, si el texto es valioso, la grabación no dejará de constituir un documento para —ejem— la posteridad.
En el primer caso, me temo que no hay nada que hacer, la cosa viene arrastrándose desde lejos, será un problema de las escuelas de interpretación, me digo, esa manera de recitar los textos haciendo audibles los signos de puntuación, ese sonsonete.
Cuando se trata de actores o de locutores profesionales, al leer los textos en voz alta suelen echarlo todo a perder con su engolamiento
En el segundo caso, lo que ocurre tiene una explicación para mí muy clara: hasta donde alcanzo, los planes de enseñanza, en España, no fomentan, como sí en otros países, la lectura en voz alta. Uno puede llegar a la universidad sin haberse visto en la tesitura de leer en voz alta un texto cualquiera. Ocurre así que, llegado el momento, la mayoría de nosotros, puestos en situación de tener que leer en público, nos atrabancamos del peor modo, fraseamos de manera inconsecuente, y empleamos un tonillo insufriblemente embarazoso.
No tengo apuro en contarles que de pequeño iba a misa los domingos. Corrían los primeros setenta, el Concilio Vaticano II había alentado cierto desenfado en el rito, y era frecuente que se llamara a cualquier feligrés para que –glups– hiciera la lectura de la correspondiente epístola de san Pablo o de quien fuera, previa a la del Evangelio. De esos malos tragos me ha quedado en la oreja esa manera agarrotada de leer que reconozco, décadas después, en casi todos aquellos a quienes oigo hacerlo en voz alta.
Leyendo las memorias, diarios y cartas de autores del pasado, me asombra la frecuencia con la que cuentan, con toda naturalidad, que pasaron la tarde leyendo a sus amigos sus propios escritos.
En septiembre de 1849, Flaubert, entusiasmado, reclamó la presencia en Croisset de sus amigos Maxime Du Camp y Louis Bouilhet para leerles en voz alta la primera versión de su San Antonio, en la que había invertido tres años de trabajo. La lectura duró tres días, a razón de ocho horas por día. El texto era espantoso, y los dos amigos no sabían adónde mirar. Cuando le dijeron a Flaubert lo que pensaban, este quedó profundamente abatido.
Quién diría, por otro lado, que la máxima aspiración de Franz Kafka era leer alguna vez, en una sala inmensa y repleta de gente, toda La educación sentimental, del mismo Gustav Flaubert (¡cerca de quinientas páginas!). Kafka adoraba leer en voz alta y en público, lo que fuera. Una pasión frecuente entre escritores de tiempos pasados, y todavía hoy entre escritores pertenecientes a otras tradiciones culturales distintas de la española. Qué diferencia.
En Alemania, sin ir más lejos, el rito de la presentación de libros suele resolverse con la simple lectura en voz alta, por parte del autor, de pasajes de su obra. Lo que presupone, obviamente, un nivel de competencia y de adiestramiento en la técnica de la lectura en público que nada tiene que ver con los del escritor o escritora españoles corrientes, poetas incluidos, casi siempre decepcionantes.
Qué quieren que les diga. No me queda vida para acostumbrarme a este tormento.