Pasa que la muerte de un escritor lo mueva a uno a recordar, a veces a añorar el idilio antiguo, la vieja amistad que tuvo con su obra. Así me ha ocurrido recientemente con Milan Kundera, de quien este verano he releído algunos de sus ensayos. Qué buenos son. Y qué poco han envejecido. Cómo siguen incitando a la conversación, también a la discusión, dado que no pocos de sus posicionamientos mantienen una vibración polémica.
“Desde hace unos setenta años Europa vive bajo un régimen de proceso”, escribe en Los testamentos traicionados (1993). Se refiere Kundera a los juicios sumarísimos de que han sido objeto tantos artistas del siglo XX en razón de sus ideas: “Entre los grandes artistas de este siglo, cuántos acusados…”.
Sostiene Kundera que Kafka nos legó dos palabras-concepto “indispensables hoy para la comprensión del mundo moderno”: tribunal y proceso. El tribunal sería la fuerza de una opinión pública constituida, a través de los medios de comunicación (y en la actualidad a través de las redes), en un dispositivo dispuesto siempre a juzgar al acusado en cuestión no en atención “a un acto aislado, a un crimen determinado (un robo, un fraude, una violación)”, sino al conjunto de su personalidad. El proceso incoado por el tribunal, dice Kundera, “es siempre absoluto”.
Años antes de que prosperase la llamada “cultura de la cancelación”, Kundera observa, alarmado, cómo “va encogiéndose la libertad de pensamiento”
Kundera tiene en mente, sobre todo, las eventuales alianzas de los artistas con los horrores del siglo XX y reflexiona sobre el escándalo que supone “ser un verdadero poeta y adherirse a la vez” a esos horrores. “Si no queremos salir de este siglo tan tontos como hemos entrado en él, debemos abandonar el moralismo fácil del proceso y pensar en este escándalo, pensarlo hasta el final, aun cuando esto nos lleve a un cuestionamiento de todas las certidumbres que tenemos sobre el hombre como tal”.
Años antes de que prosperase la llamada “cultura de la cancelación”, Kundera observa ya, alarmado, cómo “va encogiéndose, vigilada como está por el tribunal del conformismo general, la libertad de pensamiento, la libertad de las palabras, de las actitudes, de los chistes, de las reflexiones, de las ideas peligrosas, de las provocaciones intelectuales”. A sus ojos, “el poder de la cultura” radica precisamente en redimir el error "al transubstanciarlo en sabiduría existencial”.
[¿Está el arte por encima del artista?]
Según Kundera, “el espíritu del proceso es la reducción de todo a la moral; es el nihilismo absoluto en relación a todo lo que es trabajo, arte, obra”. Lo piensa al leer, escandalizado, cómo un periódico de París se preguntaba, en 1991, “por qué nuestras calles llevan todavía los nombres de Picasso, Aragon, Éluard, Sartre”.
“Uno siente la tentación de responder: ¡por el valor de sus obras!” replica Kundera.
Leo esto y me viene al recuerdo una charla que impartió Laura Freixas hace cuatro años en un ciclo organizado por ella misma en el CaixaFòrum de Madrid, titulado “Ni ellas musas ni ellos genios”.
Discurriendo muy críticamente sobre la figura del poeta chileno Pablo Neruda, Freixas objetaba esta tendencia a que las obras rediman, en cierto modo, a su autor. Laura Freixas se hacía eco de la polémica a que dio lugar el proyecto de bautizar el aeropuerto internacional de Santiago de Chile con el nombre de Pablo Neruda, y observaba con ironía que la protesta de las feministas no la desataba el proyecto de llamar al aeropuerto Veinte Poemas de Amor y una Canción desesperada.
Si de lo que se trata es de celebrar y conmemorar el valor de las obras, superior tantas veces al de las ideas y comportamientos de quienes las crearon, ¿por qué entonces empeñarse en subsumir estas en la personalidad de su creador? Pero ¿cómo condenar a un artista venerando su obra? ¿Es tal cosa posible?