Dentro de doscientos años, cuando nadie o casi nadie sepa quiénes fueron Pedro Sánchez, Mariano Rajoy, Nadia Calviño, Íñigo Urkullu o el pintoresco alcalde de San Sebastián Eneko Goia, los españoles seguirán emocionándose con la lectura de Zalacaín el aventurero. Y Pío Baroja seguirá siendo un nombre estelar de la literatura. La cicatería cultural y el sectarismo político han negado al excepcional novelista la medalla de oro de San Sebastián con motivo del 150 aniversario de su nacimiento. ¡Qué vergüenza!
Tuve la suerte de conocer a Baroja poco antes de morir y ser enterrado, con gran escándalo del franquismo reinante, en el cementerio civil de Madrid. Camilo José Cela y Miguel Pérez Ferrero, entre otros, portaron su ataúd.
Juan Aparicio, hombre inteligente y atrabiliario, falangista desorejado, entusiasta jonsista dirigía la Escuela de Periodismo y propuso, como premio a una redacción destacada, que su autor hiciera una entrevista a Pío Baroja para ser publicada en el semanario El Español. Tuve la suerte de ser el elegido y recuerdo aquella conversación, que he narrado varias veces, desde que entré en la casa del inmenso novelista en la calle Ruiz de Alarcón. Estaba ya muy enfermo y un tanto entontecido. Canturreaba y respondió a ráfagas a mis preguntas. Me habló de su amistad con Azorín que rompió cuando el autor de España clara se hizo maurista. He leído tantas versiones sobre el pensamiento de Pío Baroja que estoy confundido. A mí me pareció en aquella ocasión un anarquista de derechas.
En medio de la entrevista, llegaron a la casa Castillo-Puche y Hemingway. Fue una suerte conocer al autor de Por quién doblan las campanas. Castillo-Puche, en un largo viaje por Italia, me dijo que Hemingway estaba hechizado, como John Dos Passos, por La busca, Mala hierba y Aurora roja, la trilogía barojiana de la lucha por la vida. Castillo-Puche, injustamente olvidado por el sectarismo de algunos críticos, había leído ya la veintena de episodios nacionales que enmarcaron a Avinareta. Y don Pío, que mantuvo relación con Unamuno, con Maeztu, con Galdós, se enfrentó a Ortega y Gasset, la primera inteligencia del siglo XX español, que en El Espectador desmenuzó la forma barojiana de novelar.
Coincidió Pío Baroja con Unamuno en rechazar el nacionalismo vasco al que satirizó en Momentum catastrophicum y que ahora se ha vengado de forma ruin al negarle la medalla de oro de San Sebastián. El novelista se mantuvo siempre en el anarquismo y cuando en 1933 visitó a Durruti en la cárcel aventuró un futuro anarquista por encima de la utopía. La alta calidad literaria de sus novelas, que no sus incursiones en la poesía y el teatro, le llevó a la Real Academia Española. Su discurso de ingreso versó sobre La formación psicológica de un escritor. Le contestó Gregorio Marañón. El autor de Juan Van Halen, el oficial aventurero, además de médico, tenía una notable formación filosófica y conocía la obra de Kant, de Schopenhauer y sobre todo de Nietzsche.
Fue Pío Baroja, por cierto, un excelente periodista. Colaboró en docenas de periódicos, entre ellos El Imparcial, y se sentía orgulloso de pertenecer a una familia incardinada en el periodismo. Como Ortega y Gasset, como Unamuno, como Valle-Inclán, como Azorín, como Pemán, como Maeztu, no es menor la obra que Pío Baroja ha dejado en los periódicos. Estudiante yo en la Escuela de Periodismo, no olvidaré nunca aquella entrevista con Pío Baroja, al que los mediocres de turno han negado una distinción que se hubiera honrado con su nombre.