Cuando contamos una historia usando esa perífrasis tan enigmática suele significar dos cosas: o estamos mintiendo, o bien no nos atrevemos a reconocer, ya sea por vergüenza, cansancio o modestia, que nosotros somos en realidad el sujeto y el objeto del relato. Aunque también, pienso ahora, es posible que usemos ese circunloquio para revelar una verdad que resulta difícil de creer.
Hace unos meses, durante la presentación de El desierto blanco, la novela con la que Luis López Carrasco ganó el último Premio Herralde, un amigo de un amigo se quejó de la propensión de los críticos, de los periodistas culturales y de los lectores de este país a valorar mejor o peor una obra en función de la simpatía o antipatía que sienten hacia su autor. No me importó darle la razón. Yo mismo, sin haber leído el libro de López Carrasco, daba por sentado que sería bueno, y no por haber ganado tan prestigioso premio, sino por el simple hecho de que él me caía bien.
Yo mismo, sin haber leído el libro de López Carrasco, daba por sentado que sería bueno por el simple hecho de que él me caía bien
Este amigo de un amigo, aupado por la euforia que provocan las consumiciones gratis, subrayó que los premios literarios son el producto de una lógica viciada porque es un sinsentido decidir entre dos textos de gran calidad, pero pertenecientes a géneros distintos, cuál es mejor. Consideró que la literatura no debe juzgarse desde un punto de vista moral porque entonces nos perderíamos grandes obras por los defectos morales de sus autores, e incluso muchas de las escritas por los cándidos escritores actuales. Y razonó que el impulso de la escritura puede nacer de la falsa ilusión de que los libros que leemos habrían sido mejores si los hubiéramos escrito nosotros, y que eso es culpa de nuestras falencias como lectores, que serán subsanadas mediante la lectura de más y mejores libros.
Nos volvimos a ver unas semanas después, en torno a una mesa de canapés durante la entrega del Premio Alfaguara a Sergio del Molino por su novela Los alemanes. Todavía con la boca llena, el amigo de un amigo me reveló que un escritor de su talla, que en su día recibió consejos y ayuda de otros escritores, debe ser honesto con ese legado y ofrecérselo a los que vienen detrás. Recalcó que la verdadera enseñanza de un escritor está en sus libros y no en su personalidad o en sus vivencias, lo cual forma parte de la mitomanía o morbosidad. Matizó que Cheever tenía razón al decir que la literatura podía salvar el mundo, pero que probablemente se refería al mundo interior, ya que la literatura nos lleva a preguntarnos acerca de nosotros mismos y nuestras condiciones de vida. Y argumentó que la lectura es una especie de religión laica que exige mucho pero garantiza a cambio una forma de salvación, o al menos un consuelo.
Lo vi por última vez hace unos días, en la puesta de largo del Premio Biblioteca Breve, otorgado a Jesús Carrasco por su novela Elogio de las manos. Estaba más cansado y menos locuaz. Apenas si comía y solo bebía agua con gas. “¿Para qué crees tú que sirve la literatura?”, me preguntó a bocajarro. Siguiendo sus enseñanzas, le respondí que la literatura nos hace mejores porque nos salva, entre otras cosas, de la autocomplacencia, del conformismo y de la infamia. “No, Daniel –afirmó él después de confesarme que había presentado una novela a todos los premios por los que habíamos transitado, y que los tres se los habían arrebatado injustamente porque un amigo de un amigo le había asegurado que los ganadores tenían contactos en los correspondientes jurados–: la literatura, en algunas ocasiones, solo sirve para demostrar nuestra mediocridad”.
Daniel Jiménez (Madrid, 1981) debutó como narrador con Cocaína, II Premio Dos Passos (2016). Es también autor de Las dos muertes de Ray Loriga (2019).