Antaño es un lugar situado en el centro del universo. Así comienza el libro de Olga Tokarczuk, premio Nobel de Literatura, titulado Un lugar llamado Antaño (Anagrama). El lirismo y serenidad de sus páginas nos invitan a reflexionar sobre la subjetividad con la que nos narramos la vida y construimos la historia del mundo. Una subjetividad de la que hoy habla la neurociencia.

Comencemos por el Antaño de Olga. Nació en un pueblo del Oeste de Polonia llamado Sulechów, del que podríamos aventurarnos a decir que está jalonado por unos prados húmedos y cercanos al río, algo de bosque y un palacio. Igual que Antaño, el pueblo de su novela. Pueblo que abandona para trasladarse a Varsovia, donde se gradúa en psicología.

Fue quizás allí donde se impregnó de la obra del psiquiatra Carl Jung. Y fue seguramente durante su experiencia de psicoterapeuta en la clínica de salud mental de Walbrzych donde escaló La montaña mágica de Thomas Mann. Desde entonces sus ojos no han dejado de mirar el mundo del “todavía”. Unos ojos y un cerebro que nos han regalado relatos, novelas, activismo ecológico y educativo, y que a ella le han valido los galardones más prestigiosos de las letras.

Los ojos y el cerebro de tokarczuk nos han regalado relatos, novelas y activismo ecológico y educativo

Alguien que vive entre la neuroimagen y la psicología, como yo, no podía evitar encontrar paralelismos con la neurociencia al leer Un lugar llamado Antaño. Antaño es la memoria con la que siempre miramos, una memoria que se asemeja más al realismo mágico de Tokarczuk que al estanco almacenaje que hasta ahora pensábamos.

Me explico. En la década de los setenta despuntó un campo llamado piscobiología, donde pioneros como Donald Hebb anclan la memoria en las redes neuronales. Cada vez que aprendemos algo (por ejemplo, ‘Olga Tokarczuk nació en Sulechów’) se crea una red formada por la unión de un determinado número de neuronas. Esa red codificará esa memoria. Al recordar esa información se evocará dicha red.

Al principio las uniones de las neuronas serán muy débiles. Al repetir una y otra vez el nombre de Sulechów reforzamos las conexiones neuronales, hasta que lo aprendamos de memoria. Sin embargo, el desuso supone la debilitación de las uniones neuronales. El tiempo siempre trae consigo el olvido.

Tokarczuk propone una narración de la vida en primera persona, para reelaborar a cada paso la historia de cada uno. Pero ¿nos servimos sólo del cerebro para ello? No, también lo hacemos desde el corazón. El corazón late, lo sabemos y lo sentimos. También laten el resto de los órganos, incluido el cerebro. El cuerpo es una suerte de “concierto de varios tambores”, nombre de un conjunto de relatos de Tokarczuk.

En cada latido el corazón se contrae y se dilata, como una bomba que emana y luego embebe la sangre del cuerpo para ser oxigenada. El movimiento del corazón es recogido por unos receptores de presión que, siguiendo el nervio vagal, informan al cerebro de la percusión cardíaca. La respuesta que el cerebro dé a dichos latidos es el asiento de la percepción, de la memoria, siempre subjetiva. Nuestro Antaño estará situado en el centro de nuestro universo, el corazón, sobre el que todo gira. Si el latido cardíaco evoca una fuerte respuesta en el cerebro, la percepción de una experiencia estará vastamente teñida de nuestra memoria autobiográfica, aquella que se ha tejido en nuestras vivencias, en la memoria de nuestros antepasados y en nuestra cultura. Pero la subjetividad es moldeable. Se trataría de buscar el equilibrio, el justo balance entre los tambores del corazón y el cerebro. Un equilibrio que afinamos al habitar el presente.

Por el retrovisor, el conductor le lanzó una mirada llena de curiosidad. Así finaliza el libro. Con la mirada retrospectiva de la curiosidad.

Nazareth Castellanos es doctora en neurociencia y autora de Neurociencia del cuerpo. Cómo el organismo esculpe el cerebro (Kairós).