A primeros de este mes de septiembre, puntual como siempre, llegaba a los quioscos una de las publicaciones más interesantes, inspiradoras y bellas, la estadounidense The New Yorker, que, por cierto, el año próximo celebrará su centenario.

Si un valor caracteriza a la publicación es su sensibilidad cargada de contenido y con mucho sentido del humor. Su última portada está teñida por los dos primeros. Y aunque sus protagonistas sonríen, más que reír hace llorar al lector.

La ilustración del artista hawaiano Red Kiko Johnson, autor de grandes primeras páginas del mensual, da en el clavo social de un momento en el que los países, muchos, también España, que es el que nos toca, están peloteando a personas como si de un partido de tenis se tratara. Hablo de personas migrantes, claro.

Su dibujo atesora más contenido editorial que muchos artículos de opinión de grandes publicaciones. Porque está hablando de la verdad social que convive —cuando no esconde— con la situación de los migrantes, de muchos de ellos, de muchas de ellas. 

En la imagen, dos mujeres claramente migrantes cuidan a dos niños —blancos— en un parque. Es una imagen que podríamos captar cualquiera de nosotros, cualquiera de quienes discuten en parlamentos y tribunales, en cualquiera de los parques, en cualquiera de las entradas de los colegios, en muchas casas.

Esa es la primera y más llamativa lectura de la imagen. 

En la segunda capa de lectura, una de las cuidadoras muestra una imagen en la pantalla de su móvil: la de un chaval, se supone que su hijo, vestido con su beca de graduado. Y ahí, en ese punto, es donde a uno más le duele, más le toca, más le inspira a gritar bravo por esas mujeres que están cambiando países, los suyos y los nuestros.

Durante años, pude salir a trabajar, a viajar, a cenar, gracias a una mujer dominicana que cuidó a mis hijas con tanto amor como si de su madre se tratara. Y no porque ella no lo fuera. Ella, como muchas de sus amigas, como otras mujeres de su entorno, vivía a kilómetros de sus hijos, los veía a lo sumo una vez al año, pero eso sí mensualmente enviaba la casi totalidad de su salario para sufragar los estudios, en este caso, de su hija.

Aquella niña también se licenció. De hecho, es odontóloga. Hoy ejerce en España, por cierto. Y ve a su propia hija todos los días. Como cualquier madre, o como cualquier madre no obligada a migrar. Y lo ha logrado no ella, sino la suya, como muchas otras.

Por eso digo que la portada de The New Yorker está reflejando cómo estas mujeres son las hacedoras del cambio real de muchos países, los suyos. Ellas, que decidieron salir de sus miserias, dejar a sus familias, la mayoría de las veces con hijos propios, han contribuido desde la base al desarrollo social de sus comunidades, especialmente gracias a la educación proporcionada a sus proles. Eso al margen de que muchas han comprado casas, han creado negocios, han evolucionado la economía familiar y con ella la de sus sociedades y naciones.

Y han proporcionado una base fundamental para el desarrollo laboral de muchas familias, como en el caso de la mía, dando la cobertura necesaria para poder crecer profesionalmente sabiendo que alguien estaba en la retaguardia cuando ello era necesario.

Hay una tercera línea de comunicación de la portada que puede quedar libre a la interpretación. Yo hago la mía. Al fondo, a la izquierda, se ve lo que podría ser una barca de un juego del parque o una lancha real, concretamente su popa y la espalda de un adolescente que mueve la mano, un movimiento en el que yo intuyo una despedida.

Puede ser una niña o un niño jugando, balanceándose, que al hacerlo mueve sus manos. Pero podría también tratarse de uno que se despide, que emigra, un homenaje a aquellos que se atreven a subir a barcos con destino a un mundo aparentemente mejor. Podría ser el reconocimiento de la vergüenza de las ingentes cantidades de niños y jóvenes que están saliendo de sus lugares de origen, huyendo de hambres y guerras. Podría ser la imagen de quienes salen de sus horrores para llegar a otros en lo que les es negada su propia existencia.

Lo decía hace unos días en una entrevista a Enclave ODS, el director ejecutivo de UNICEF, Chema Vera, que se puede reubicar a los llamados MENA, los menores no acompañados, si se pone el foco en ellos y no en el odio.

Todo esto dicho, sin ánimo de quitar ni una sola coma al horror que se vive en los lugares en los que no solo tienen que reubicar a estos jóvenes —la mayoría de los que llegan, adolescentes— sino que conviven con todas las circunstancias que significan su llegada. Porque comprueban en primera línea el dolor, la humillación, porque deben emocionarse con el coraje de estos casi niños enfrentados a la dura realidad de la cercanía de la muerte para buscar la vida, otra vida. Todo esto dicho sin ánimo de quitar ni una coma al problema de ubicar a las ingentes cantidades que llegan. Cualquiera entiende que es imposible tener espacio para 2.000 o 3.000 a lo sumo y encontrarse con más del doble.