Desde una preciosa ciudad, Málaga. Desde mi mundo, con amor.

Basta una experiencia, una sola, para cambiar tu vida. Normalmente, en principio, una mala experiencia. Solo en principio. Basta una experiencia para encontrar tu camino. A veces ocurre cuando alguien, Todopoderoso, te da la mano y te guía.

Nací en Málaga hace ahora ya el suficiente tiempo. Durante una gran parte de mi vida anduve perdido, confundido, a la vez que camuflado entre tanta gente en el mundo de lo material, de la empresa, en la vorágine de la sociedad.

Tal vez, como tú te encuentras ahora. Permíteme que desde el primer momento empiece tuteándote, pero es que, si en este instante estás leyendo este texto, empieza nuestra relación.

Y de momento lo hacemos dándonos un abrazo, nuestro primer abrazo. Desde aquí, desde mi mundo, desde el otro lado, puedo sentirte como tú podrás sentirme mientras interpretas cada letra, mientras pasas de línea en línea hasta el siguiente párrafo.

Y en nuestra historia te voy a hablar sin tapujos, sin rodeos; te voy a hablar duro, como son las cosas; te voy a hablar para que tú lo entiendas; te voy a hablar claro y con amor para que tú lo sientas; te voy a hablar de tu camino y del mío.

Hace trece años mi hijo enfermó de cáncer. Cuando sucedió, como a cualquier padre al que le dan la noticia más dura, sentí el dolor más profundo del mundo, ese que atenta contra la creación; en aquellos momentos directamente contra mi criatura, mi vida, mi ser.

No podía creerlo. Me hice un millón de preguntas tratando de buscar una explicación, rogándole incluso a Dios para que hiciera todo lo posible y le curara. Desde el primer día que tuve conciencia de la enfermedad de mi hijo empezamos una contrarreloj a la muerte, o a la vida.

El mundo en el que me hallaba perdido hasta entonces se paró ipso facto, todas mis preocupaciones, todas mis niñeces, se fueron al lugar que realmente le correspondía: la estantería de lo que poco importa.

Desde aquel instante solo me preocupaba una cosa: la vida de mi hijo. Que no empeorara, que no sufriera, que los médicos fueran perfectos. Y así pasamos durante un eterno año la prueba más traumática y dolorosa que la vida te puede poner por delante; esperanzados cada vez que nos daban una buena noticia, desesperados porque algún día llegara la definitiva: «tu hijo se ha curado».

Pero el «aleluya» nunca llegaba y desgraciadamente, entre algunas esperanzas, se colaban infinidad de malas noticias que hacían cada día más difícil poder mantenernos en pie.

Durante el tiempo que duró el proceso, sin darme cuenta, mi hijo me estaba dando una lección. Cómo me hablaba, cómo me miraba, cómo me abrazaba, cómo se expresaba. Sus valores y su manera de ser, permanecían inamovibles: su amistad, su generosidad, su entrega, su amor y por supuesto, su sonrisa.

Era increíble cómo un niño de nueve años enfermo de cáncer podía consolar a un padre abatido por el cansancio y la desesperación. Pero ahí estaba él, siempre dándonos un ejemplo de superación, enamorando a todo aquel que se le acercaba y pasaba cinco minutos a su lado.

Tenía ese ángel que te envolvía con sus alas y te transportaba a un mundo mágico, donde la enfermedad pasaba a un segundo plano, donde solo existían risas, juegos, abrazos y una luz en su mirada que iluminaba todo a su alrededor.

Mi hijo no pudo vencer a la leucemia, estaba escrito. Él debía dejarnos su huella en forma de amor. En una de las numerosas conversaciones que mantuve con él, me sugirió la posibilidad de ayudar a otros niños que estuvieran enfermos de cáncer.

Sé que a él le hubiera encantado hacerlo en vida junto a mí, pero su cuerpecito no soportó tanto veneno en su interior, su deterioro físico, cada día más grande, hizo que su corazón se parara el 15 de enero de 2007 y su alma volara a ese su mundo mágico desde donde me guía hoy para hacer lo que siempre quiso, ayudar a niños enfermos de cáncer. Esa es ahora nuestra misión, estaba escrito.

Desperté de un sueño al que llamamos vida, un sueño que no es real, un sueño donde el día a día solo consiste en dejar pasar el tiempo, pero en el que nuestras almas siguen vacías, porque el materialismo no llena, solo distrae.

En aquella estantería, entre aquellos textos aún por corregir, dejé a un lado aquella vida, para centrarme en lo que verdaderamente despertó mi alma: la misión que me encomendó mi hijo, que no es otra que ayudar a todas aquellas personas que lo necesiten.