Camina encogido, como un interrogante. Con las manos dentro de los bolsillos de un horroroso abrigo que parece haber sido hurtado del contenedor de prendas con tara del Carrefour (no en vano, para él, el mundo es un supermercado que muestra el deplorable aspecto de los campos de batalla). Siempre en frenética busca y captura del mechero, del esquivo paquete de tabaco o de la Magnum traspapelada con la que alguna madrugada próxima acabará por propinarse el tiro de gracia. Su actitud de autista profesional, repleta de tics que lo convierten en la estampa perfecta del perturbado, en un modelo ‘a no seguir’, resulta una declaración de timideces y principios. Aunque, en realidad, todo acabe siempre en fatídicos unhappy ends, al igual que en sus libros repletos de mapas, territorios y tétricas sumisiones.
Fuma como los condenados al corredor de la muerte: sin compasión; empotrando el filtro de su eterno Marlboro encendido, a puñaladas, en el tabique alicatado de sus bronquios. Bebe copas de borgoña con sed del alcohólico anónimo que, para darse a conocer, se disponga a participar en el Rally Dakar de las eternas borracheras. No se avergüenza de sacar de sus casillas a sus secuestradores, llegado el caso, comiéndose su paté. O fumándose sus cigarrillos, o bebiéndose sus coñacs, o cepillándose a sus fulanas. Dejó vacante el puesto de enfant terrible de las letras galas, pero ejerce de Abuelita Paz belicosa y mordaz. Acusa a Hollande de lo ocurrido en París, su última tragedia anunciada. Define la existencia como “un sufrimiento desplegado”. Y añade: “Todo sufrimiento es bueno; todo sufrimiento es útil; todo sufrimiento da sus frutos; todo sufrimiento es un universo”. Imposible no encariñarse con él.
Su poesía es metálica, quirúrgica, desgarradora. Parece empeñada en continuar el camino emprendido por Gottfried Benn en Morgue y otros poemas. Con versos que se desangran sobre una mesa de disección. Por el contrario, sus novelas tienen la virtud de saltar de quirófano para resucitar, anticipándose a lo que está por venir. Recae sobre su cabeza el peso de una fatwa y los jueces se frotan las manos al verlo pasar. Residió, durante años, en nuestro país: costa almeriense. Un desierto para un hombre que es puro desierto. Ha anticipado, en su última ficción, que someterse es un camino tan válido como cualquier otro para edulcorar el fanatismo. Batallar, frente al televisor, mientras Fly Emirates y Qatar Airways patrocinan galácticos derbis.
¡Ojalá tuviésemos por aquí a media docena con su nivel!
Se apellida Houellebecq.