Un solo libro puede bastar para volar por los aires a un ser humano. Existen los casos particulares, las novelas desconocidas que prenden fuego al individuo tras rozar su DNI; son títulos que, por su contenido, lo cambian todo cuando impactan con las peripecias más genuinas.
Pero, ¡ay!, también están esos libros de los que nadie está a salvo. ¡Nadie! Independientemente de su condición. Quizá sea una buena forma de definir un clásico: “Dícese de aquella obra que zarandea al lector hasta el punto de marcar un antes y un después en su realidad”.
Para mí, el otoño de 2020 siempre será el de Crimen y castigo. Por muchas hojas que caigan de árboles y libros, no habrá ninguna que desprenda tal llamarada de color como las que llevan el nombre de Rodion Romanovich Raskolnikov.
Hace ya mucho tiempo, alguien me dijo: “¡Qué suerte tienes, chaval! ¡Cuántos libros tan importantes te quedan por leer por primera vez!”. Afortunadamente, ese “mucho tiempo” todavía no se ha cargado mi condición de “chaval”. Y así llegué a las páginas de Dostoievski; con abril en los ojos, que diría Ruano.
Quizá sea grandilocuente escribirlo, pero anida en estas páginas una vacuna muy poderosa contra la visión binaria de las cosas. Los asesinos, los sacerdotes, los nobles, los pobres, los ricos, los extranjeros, los nacionalistas, los antisistema, las mujeres, los hombres… Las etiquetas dejan de funcionar y la psicología alcanza su máxima dimensión.
Prueba de ello es la mente del asesino. Menos mal que Dostoievski lo intentó en la ficción y hace doscientos años. Hoy, las redes sociales le habrían condenado al ostracismo. Miles de chalados le habrían acusado incluso de pergeñar todo un tratado para adecentar la reputación del criminal.
Pero es algo mucho más profundo. Qué tontería, pienso, decir esto de Crimen y castigo cuando tanto se ha dicho ya, pero es un libro que empuja a la escritura: las cabezas de los personajes se abren en canal, uno entra… y ya no puede salir. En los dilemas de Raskolnikov están la ansiedad, el pánico, la depresión, la esperanza, el amor, la muerte, el odio… Y es tan de verdad que da miedo.
Mi tío abuelo José Mari, autor de dos novelas divertidísimas, solía quejarse cuando caía la noche: “¡Qué rabia! Es muy tarde, pero mis personajes no se quieren ir a dormir. ¿Qué hago yo ahora?”. Lo mismo pasa con Raskolnikov, Katerina Ivanovna, Sonia, Dunia, Razumijin, Porfiri Petrovich, Luzhin y compañía.
No es que su historia se incruste en el recuerdo, sino que sus vivencias se abalanzan sobre los transeúntes que uno se cruza por la calle. El ladrón, el amante, la prostituta, el aristócrata, el policía, el juez, el político… Todos parecen haber nacido en las manos de Dostoievski. Dios creó el mundo en siete días, pero el atormentado Fiódor lo inundó de matices a golpe de pluma.
Porque cuando un escritor es capaz de alumbrar historias concretas que, al mismo tiempo, encapsulan la humanidad… es un jodido genio. Para qué andarse con rodeos. Ya ha caído otro libro entre mis manos, pero sé que nada será igual.