Hacía unos cuantos años que a 48 horas de unas elecciones no veía tantos indecisos a mi alrededor. La muestra no es representativa, pues es un entorno activamente refractario al extremismo, pero conozco a muchas personas que todavía dudan entre votar al PP de Ayuso, al PSOE de Gabilondo o al Ciudadanos de Edmundo Bal. Tres opciones razonables y moderadas, independientemente del brío, las exageraciones electoralistas y la consistencia de sus paladines.
Creo que todos estos indecisos acudirán a votar como buenos demócratas y que, aunque los factores afectivos pesen mucho, la mayoría se dejará guiar al final por el principio de utilidad. ¿Pero utilidad para qué? El votante inteligente se caracteriza por tener claros sus objetivos, mientras mira por el rabillo del ojo a las encuestas.
En relación a lo primero, voy a transcribir un fragmento de un libro que me acaba de llegar esta semana, Historia de la tolerancia en España, editado por el lúcido e incansable Ricardo García Cárcel. Este texto forma parte del último capítulo y corresponde a una conferencia del Premio Nacional de Historia, Roberto Fernández. En estas líneas está mi motivación y mi credo. Confío en que las compartirán también esos amigos indecisos:
“La tolerancia debe tener como límites su decidido enfrentamiento con la intolerancia… La tolerancia debe luchar contra la intolerancia sin complejos filosóficos, morales o políticos de ningún tipo. La tolerancia nació históricamente para enfrentarse a la intolerancia, por eso no puede ser el escepticismo ‘permisivista’ del todo vale…”.
“Tolerancia no es inacción frente a la intolerancia, no es abandonar un principio básico cual es el de oponerse a la exclusión del diferente. Tolerancia no es neutralidad ni indiferencia”.
“Como reclama Thomas Mann: la tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad. Por eso siempre me ha parecido poco afortunada la idea de Jaime Balmes cuando afirma que no es tolerante quien no tolera la intolerancia. Y por eso, frente a ella, me parece oportuno contraponer la posición de Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, cuando recuerda que en nombre de la tolerancia debemos reclamar el derecho a no tolerar a los intolerantes”.
Esto es lo que quise decir cuando el domingo pasado afirmé en La Sexta que “enfrentarse al mismo tiempo a Vox y Podemos no es equidistancia, sino defender la democracia”.
Debo admitir que muchas de las personas con las que hablo y discuto de política no están de acuerdo con esta equiparación. Pero prácticamente se dividen al 50% entre los que la consideran injusta para Vox y quienes la consideran injusta para Podemos. Mi consejo, a todos por igual, es que abran los dos ojos con la misma determinación porque igual de tuertos son los que miran sólo con el ojo izquierdo y los que lo hacen sólo con el derecho.
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Aunque siempre quepa la discusión sobre cual es el grado de intolerancia de cada partido, es un hecho que en estas elecciones madrileñas concurren dos de las tres propuestas políticas -la tercera es el separatismo xenófobo- que han envenenado la convivencia desde hace una década, empujando la España de la Transición por ese “tobogán” del resentimiento, el odio y la discordia, que denuncia José Antonio Marina.
Igual de tuertos son los que miran sólo con el ojo izquierdo y los que lo hacen sólo con el derecho
Un tobogán que, a diferencia del tópico, no se sabe muy bien cómo empieza, pero sí se sabe cómo acaba porque la Historia nos lo ha enseñado reiteradamente. Una vez identificada la “escoria facha”, la “basura roja” -así hablan todos los días los ventrílocuos de Vox y Podemos-, la pirólisis depuratoria está siempre a la vuelta de la segunda o tercera esquina.
Miremos ahora a las encuestas para evaluar los riesgos que afrontamos este martes en una elección de trascendencia nacional. De entrada, hay una noticia mala y una buena.
La mala es que tanto Vox como Podemos van a contar con la plataforma de la Asamblea de Madrid para seguir impulsando la anacrónica espiral del antifascismo y el anticomunismo que les retroalimenta, arrastra a las fuerzas contiguas y radicaliza artificialmente a la sociedad.
La buena es que, a pesar de que la coyuntura favorece la infame “criminalización” de Sánchez, alentada por Vox y sus comunicadores, y de que Pablo Iglesias ha entrado personalmente en liza para escanciar toda la hubris que denota la tensión de su músculo prócer, ambos extremos parecen contenidos por debajo del 10% del electorado.
El peligro está en su capacidad de completar mayorías, condicionando así la labor de la opción moderada y democrática que resulte dominante. Siendo ecuánimes, hay que reconocer que, así como el carácter nocivo de Podemos ha quedado acreditado en el Gobierno central y de hecho sigue infectando y lastrando su política de reconstrucción, la casi segura victoria de Isabel Díaz Ayuso, focaliza el riesgo en que Vox se convierta en su compañero de viaje.
Es verdad que, como ella misma acaba de decir, depender de Vox “no sería el fin del mundo”, como tampoco lo ha sido que el PSOE gobierne con Podemos. Incluso cabe predecir que el día que Abascal o Monasterio toquen poder, empezarán a desacreditarse, por la esterilidad de su fanfarronería, como les ha pasado a Iglesias e Irene Montero. Pero mejor ahorrarnos la experiencia, pues supondría otra vuelta de tuerca en las políticas de confrontación y un asalto reaccionario a los valores compartidos cuando se protege a los menas o a las víctimas de la violencia machista.
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¿Cómo neutralizar la influencia de Vox en el Gobierno de Madrid, sin otorgársela a Podemos? Durante la precampaña se abrió un camino inesperado, cuando Gabilondo lanzó su solemne “con este Pablo Iglesias, no”.
Era todo un alarde de esa confrontación, sin tregua ni compromiso, que el tolerante debe mantener frente al intolerante. Planteaba incluso una enmienda desde el PSOE a la estrategia de coalición de Sánchez y generaba una esperanza de transversalidad, adobada con el compromiso de no subir los impuestos.
Cabe predecir que el día que Abascal o Monasterio toquen poder, empezarán a desacreditarse, por la esterilidad de su fanfarronería
Pero esa vía se cegó, cuando en el debate de Telemadrid un Iglesias todavía peor que el de dos semanas antes -se había negado a condenar los apedreamientos de Vallecas-, fue cortejado por Gabilondo para coordinarse en la tarea de “ganar las elecciones”. A la vez, Ciudadanos descartaba apoyar al PSOE. Cada oveja volvía a estar con su pareja.
¿Qué opciones nos quedan a los centristas? Es tal la distancia que separa en todos los sondeos al PSOE del PP -incluso si le sumáramos un improbable Más Madrid dispuesto a vetar a Iglesias-, que ya sólo quedan dos votos “útiles” para luchar simultáneamente contra el extremismo de Vox y el de Podemos: el que contribuyera a que Ayuso se “tatuara” sus anhelados 69 escaños de la mayoría absoluta y el que permitiera a Ciudadanos salvar el dramático match point en el que se juega la supervivencia.
Las dos opciones son dignas de consideración pues ese “voto útil” iría igualmente a parar a partidos integrados en la centralidad constitucional con candidatos dignos de apoyo. Ayuso ha emergido en esta campaña como una figura de gran consistencia y dotes muy poco comunes para el liderazgo. Ha marcado el ritmo de todos sus contrincantes, ha generado una imparable empatía multipolar entre los madrileños y ha movilizado entusiasmos. Sólo eso explica que sus expectativas de voto casi dupliquen lo que tenía.
Edmundo Bal fue encaramado en el puente de mando de un buque que se iba inexorablemente a pique. Puede que el garrafal error de Rivera, al no pactar con Sánchez en 2019, la equivocación de Arrimadas, al no medir las consecuencias de la moción de Murcia, y las torpezas de Aguado, al zancadillear durante dos años a la presidenta a la que debía lealtad, terminen siendo lastres insuperables. Pero Bal ha hecho honor durante la campaña al espíritu genuino de Ciudadanos, con propuestas constructivas, buen talante, patriotismo constitucional y denuncia sistemática de la escalada de la crispación. Sus diez “compromisos naranjas” de este sábado son otros tantos motivos para apoyarle.
Sólo queda echar cuentas. Según el promedio de encuestas, Ayuso necesitaría entre cinco y siete puntos más para conseguir la mayoría absoluta y dejar arrinconado a Vox. O sea, entre 160.000 y 200.000 votos, según la participación calculada. Yo tengo muchos amigos indecisos, pero no tantos.
En cambio, bastaría poco más de un punto, según el promedio de encuestas, y sólo medio punto, según la última de Sociométrica en EL ESPAÑOL, para que Ciudadanos franqueara el listón del 5%. O sea, entre 16.000 y 32.000 votos: una distancia mucho más asequible, en la que la “utilidad” de cada voto se multiplica por cinco o incluso por diez.
Como en la fascinante película de Woody Allen, estamos ante una bola que se pasea literalmente por el borde de la red. En estos momentos parece que hay más posibilidades de que no la traspase, pero un impulso final podría muy bien llevarla al otro lado. El doble premio de que eso ocurriera sería liberar a Ayuso del chantaje permanente de Vox y garantizar la supervivencia de Ciudadanos, un partido bisagra que si no existiera habría que reinventarlo, como puente entre las dos orillas.
Entre 16.000 y 32.000 votos: una distancia mucho más asequible, en la que la “utilidad” de cada voto se multiplica por cinco o incluso por diez
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“Hay mucha gente en este país que echa de menos un partido de centro”, me dijo exactamente hace quince años Zapatero, en una entrevista al cumplir el ecuador de su primer mandato. Esa nunca sería su opción, aclaró, pero facilitaría muchas cosas. Entre otras, no depender de los nacionalistas para gobernar.
Es evidente que década y media después el problema de la gobernabilidad se ha elevado a la enésima potencia, pues los nacionalistas de entonces son ya separatistas intransigentes y han entrado en escena Vox y Podemos. Perder en estas circunstancias al “partido moderador” haría de España, como vengo alegando, un país peor.
“Aquel que dijo “más vale tener suerte que talento”, conocía la esencia de la vida”, dice en un momento el protagonista de Match Point. “La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte”.
Arrimadas, Bal y Villacís necesitan tener suerte pasado mañana porque el futuro de su partido pende de un hilo; pero en manos de un relativamente pequeño número de madrileños está el proporcionársela. Si lo conseguimos, habremos contribuido a la concordia y a crear un horizonte de cambio político sin excesivas convulsiones. Si la bola no logra traspasar la red, nos quedará el consuelo de haberlo intentado y la tranquilidad de que ninguno de esos siete escaños en liza iría a parar a los extremos: tres se los quedaría Ayuso, dos Gabilondo y dos Mónica García. Nada alteraría la correlación de fuerzas, pues la distancia entre derechas e izquierdas ronda hoy los diez escaños.
Queda un último argumento, una última analogía y una última carambola. Como en el caso de Match Point, al Raskólnikov naranja le conviene que la bola no cruce la red. Eso le daría una coartada para que su crimen y castigo quedaran saldados, al evaporarse la propia escena del delito. De hecho, tiene todo listo para saltar la tapia del “ya lo decía yo”. Pero dos buenas personas como Arrimadas y Casado no merecen ni afrontar esa traición ni cargar con ese lastre.