Cuando el pasado lunes el presidente de Israel, el laborista Isaac Herzog, se refirió al sábado 7 de octubre como la fecha "en que más judíos fueron asesinados en un solo día desde el Holocausto", algo había cambiado ya en la conciencia colectiva del Estado hebreo.
Como explica Natan Sachs, director del principal think tank sobre Oriente Medio en Washington "la disposición israelí para soportar costes, pero también para imponerlos es ahora mucho más alta". Y lo aclara con una elocuente analogía: "De la misma manera que Estados Unidos estaba dispuesto a hacer el 12 de septiembre cosas que nadie habría imaginado antes, el Israel de hoy es muy distinto del Israel del 6 de octubre".
Los ataques del 11-S contra las Torres Gemelas y el Pentágono tenían por encima de todo un sentido emblemático. Se trataba de golpear en los símbolos del poder norteamericano, humillando a sus dirigentes al mostrar al mundo su vulnerabilidad.
En el punto de mira de Bin Laden no estaban las personas que esa mañana poblaban el World Trade Center, sino la política exterior de la Casa Blanca. Los pilotos suicidas sabían que iban a asesinar a miles de infieles y eso les regocijaba como pasarela hacia las huríes del paraíso mahometano. Pero su misión tenía más altos vuelos: creían que iban a cambiar el orden mundial.
En cambio, las manadas de lobos de Hamás que salieron de su red de guaridas subterráneas, horadadas en el subsuelo de Gaza, no perseguían otro fin que el de matar o secuestrar el mayor número de israelíes posible, sin distinción entre militares, civiles, ancianos, mujeres, niños e incluso bebés degollados, decapitados o quemados en sus cunas.
Lo sustancial no era que vivieran en edificios altos o bajos, que deambularan por recintos oficiales o por los alrededores de un concierto. Lo único que importaba era que fueran judíos de nacimiento o adopción. Bastaba incluso que parecieran judíos.
"Hamás no tiene otro proyecto que el exterminio físico de los judíos que vivan en Israel"
Matar judíos. Esa era la misión: matar judíos no a bulto, sino uno a uno. Que supieran por qué morían -el pecado original de su condición- y quién les sacaba de sus casas, quién les obligaba a ver morir a sus parejas y a sus hijos, quién les disparaba con "entusiasmo y fervor" -eso significa Hamás en árabe- hasta acabar la munición, disfrutando de sus estertores.
Otra vez los pogromos medievales, otra vez el sadismo de los nazis en el ejercicio de la "solución final".
Hamás no tiene otro proyecto que el exterminio físico de los judíos que vivan en Israel. Entrevistado por The Economist, el miembro de su politburó Moussa Abu Marzouk aseguró después de las masacres que "como todos tienen nacionalidad dual" -algo falso pues la gran mayoría de los israelíes de hoy sólo son israelíes- deberían volverse a sus países de origen porque Israel es "un proyecto occidental" destinado a desaparecer. Sencillamente estremecedor: como si lo dijera de Andalucía.
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Israel ha cometido muchos errores, no pocos excesos y también unos cuantos crímenes. Pero Israel tiene hoy razón porque tiene derecho a subsistir, tiene derecho a garantizar su seguridad y tiene derecho a defenderse. Tiene por lo tanto derecho a bombardear Gaza y a invadir Gaza porque nunca en la Historia un Estado atacado desde el otro lado de una frontera, como lo fue Israel el sábado, ha dejado de cruzarla.
Pero Israel no tiene derecho a actuar sin restricción alguna, desdeñando las leyes de la guerra, golpeando indiscriminadamente a la población civil, bloqueando la ayuda humanitaria, dejándola sin luz, agua ni alimentos, dándole 24 horas de ultimátum para huir hacia el otro extremo de una cárcel a cielo abierto.
Es verdad que los terroristas de Hamás se comportan como "animales"; pero incluso si esa fuera su condición profunda, estarían rodeados de personas cuya dignidad humana no se puede soslayar.
Israel no tiene derecho a actuar como sus brutales agresores, pero sobre todo no le conviene hacerlo. ¿Cómo pedirles a los padres e hijos de las víctimas, a los supervivientes de la degollina, a los familiares de los rehenes, a los líderes políticos que al fin han formado una gran coalición, con un "gabinete de guerra", cómo pedirle a la nación hebrea que engulla su cólera? Es imposible. Pero sí cabe el consejo de que sea la inteligencia y no la ofuscación la que tome las riendas de sus actos.
"Tras el 11-S advertí a Bush de que la respuesta de los demócratas debía ser proporcional y adecuada a la naturaleza del ataque"
Mi primera carta tras el 11-S -prooccidental, pro-norteamericana, proatlantista como siempre- se titulaba Recordad a Polifemo y advertía a Bush de que "la respuesta de los demócratas debe ser inteligente y racional o lo que es lo mismo, proporcional y adecuada a la naturaleza del ataque". Entre otras razones para no caer en la trampa de los perpetradores de la destrucción de las Torres Gemelas y alimentar su anhelada espiral del choque de civilizaciones.
Entonces recurrí a La Odisea: "Ya nos enseñó Homero, al contarnos la historia del gigante Polifemo, que pretender vengarse estando cegado por una lanzada no es la mejor garantía de eficacia. Diría muy poco de nuestro modelo de civilización terminar viendo al gran imperio americano encaramado a los riscos de la Historia, lanzando descomunales piedras entre rugidos de ira, mientras una diminuta nave escabulle su pequeñez entre el oleaje".
Por desgracia eso es lo que sucedió con las invasiones de Afganistán e Irak como vectores de la cólera estadounidense o más bien como sucedáneos de la anhelada captura de Bin Laden durante los diez años que duró su búsqueda.
Nadie derramó una lágrima, ni apenas puso objeción alguna, cuando Obama dio orden de disparar a matar en la casa de las inmediaciones de Islamabad en la que se escondía. Pero para entonces los errores de la sobrerreacción de la administración Bush ya le habían creado a Estados Unidos más problemas de los que pretendía resolver.
[Editorial: Israel, ante el desafío de acabar con Hamás sin actuar como Hamás]
En el caso de Afganistán los resultados están a la vista: veinte años después de la declaración de guerra, los bombardeos y la ocupación, Washington arrastró a sus aliados a la más deshonrosa de las retiradas, permitiendo que los talibanes implantaran de nuevo sus brutales códigos medievales. Los miles de millones invertidos y las cuatro mil bajas militares -34 soldados españoles incluidos- no sirvieron para nada.
Peor aún había sido el caso de Irak, pues la falta de conexión de su régimen con el 11-S y la inexistencia de las armas de destrucción masiva, que la administración Bush utilizó como coartada, dividieron a los gobiernos occidentales, reavivaron el antiamericanismo en las calles y supusieron un golpe para la credibilidad de los Estados Unidos del que aún no se han recuperado.
Había demasiados pescadores inocentes, además de algún brulote asesino, en las aguas sobre las que Polifemo arrojó indiscriminadamente sus enormes pedruscos, mientras la ceguera fruto de la lanzada de Ulises le impedía detectar la ruta de escape de sus concretos agresores.
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El desafío que afronta ahora mismo Israel es todavía más complicado que el de Polifemo, pues la actividad terrorista de Hamás comparte una misma estructura con la del gobierno de la Franja de Gaza, incluidas sus redes de hospitales y escuelas. Es como si Ulises y sus compañeros, tras atacar al cíclope en la cueva en la que los retenía, no hubieran huido en el Argos, sino que se hubieran repartido entre esos botes de pesca que atiborraban la bahía.
Ocupar militarmente la franja y decretar la ley marcial no será difícil para Netanyahu y sus generales. Pero si el propósito de la invasión es acabar con Hamás, tendrán que ser capaces de detectar a sus dirigentes y mandos medios y extirparlos uno a uno de su entorno, en medio de una previsible escalada de guerrilla urbana que causará un alto número de bajas.
La telaraña de más de cien kilómetros de túneles subterráneos, construida como una inmensa catacumba, permitirá a la vez a Hamás convertirse en una organización underground en el sentido más literal de la palabra, dispuesta a volver a la superficie cuando Israel se retire.
"La debilidad progresiva de Israel, al concentrar en Gaza sus recursos militares, podría ser aprovechada por Hizbulá en el norte"
La cultura judía no tiene que recurrir a ningún personaje griego, para encontrar una advertencia de lo contraproducente que puede ser el empleo de la fuerza sin astucia. Porque fue precisamente en Gaza donde, según el Libro de los Jueces, su mítico dirigente Sansón fue víctima de la trampa que le tendieron los filisteos de acuerdo con Dalila.
Cuando ella le cortó el pelo del que emanaba su poder sobrenatural los enemigos de Israel le sacaron los ojos y le ataron a una rueda de molino para que la empujara sin cesar. Así comienza el poema épico de John Milton Sansón Agonista cuyo verso más famoso, Eyeless in Gaza, inspiró la novela homónima de Aldous Huxley.
"Sin ojos en Gaza". Pocas imágenes definirían mejor la situación de Israel si la ocupación de la franja se hiciera permanente. Estaría atado a la noria de la dinámica acción-represión, mientras su debilidad progresiva, al concentrar allí sus recursos militares, podría ser aprovechada por Hizbulá en el norte y por grupos homólogos en Cisjordania. Por no hablar del riesgo de ampliación "apocalíptica" del conflicto, según advierte Shlomo Ben Ami, si Irán pasa de las bambalinas al centro de la escena.
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En esta hora crucial, Israel tiene la oportunidad de demostrar tanto a sus muchos amigos como a sus más enconados adversarios que no es como Hamás. Ni en sus métodos ni en su propósito.
Con todos sus inconvenientes, la invasión terrestre de Gaza facilitará que la guerra contra Hamás sea mucho más discriminada, quirúrgica y selectiva que los bombardeos y la privación de alimentos, agua y combustible al conjunto de la población. Pero lo esencial es que esa invasión tenga un alcance temporal vinculado al establecimiento de una administración vinculada a la Autoridad Palestina con la que Israel pueda pactar un plan de cooperación que abra horizontes a los habitantes de la franja.
Todos sabemos que eso sólo será viable en el contexto de la creación de un Estado palestino y de la consumación de los llamados Acuerdos de Abraham con todos los países árabes, desde Marruecos hasta Arabia Saudí, que acepten la realidad de Israel y antepongan el pragmatismo del desarrollo a la destrucción mutua. Esa es la dinámica que la brutal teocracia iraní ha tratado de yugular y que tanto Washington como Bruselas deberían relanzar antes de que los ayatolás puedan someter al mundo al chantaje nuclear.
Como miembro de la primera junta directiva de la Asociación de Amistad España-Israel que, bajo la presidencia de Camilo José Cela, impulsó el establecimiento de nuestras relaciones diplomáticas en 1986, me siento mínimamente habilitado para reclamar ese difícil equilibrio entre el justificado uso de la fuerza y su autocontrol. Nuestra civilización no puede permitirse correr el riesgo de que, cegado en su furia, Israel termine abrazándose a las columnas del templo de Dagón y se convierta en la víctima final de la destrucción de sus crueles enemigos.