Vivimos tiempos de confrontación feroz, diálogo de sordos, afán de sobreponerse al otro como sea y con lo que sea. Tiempos que vienen representados por esas tertulias televisivas donde nadie escucha a nadie y nadie tiene el menor interés de extraer nada utilizable de las razones del de enfrente, lo que trae como consecuencia que tampoco llega jamás a aportarle nada. O por esos debates parlamentarios donde varios hablan a la vez y la presidencia tiene que acabar quitando la palabra a todos.
El presidente tuitero que ocupa la primera magistratura de la nación más poderosa, y que no hace más que emitir desde su púlpito digital, incluso de madrugada y durmiéndose sobre el smartphone, sin prestarle oído a nadie ni ofrecerse a preguntas indeseadas, es el mejor símbolo de esta era de ensimismamiento e intolerancia del argumento ajeno. Y quizá no sea casualidad que su equivalente de ficción, el correoso y depravado Frank Underwood de House Of Cards, inicie la quinta temporada de sus aventuras colándose en el Capitolio y vociferando desde la tribuna sin escuchar a los representantes electos que le afean que los acalle con su verborrea incontinente y abusiva.
Y por doquier la misma canción. Si regresamos a nuestro circo doméstico (con perdón del circo, como se le escapó el otro día a la fatigada presidenta del Congreso), nos encontramos la superposición cacofónica de las bravatas de Puigdemont y su órdago a la grande con el enroque tozudo y pasivo de Rajoy en el escaque de la legalidad. Uno se empeña en proclamar una Cataluña que no es, ni puede ser, porque implicaría negar los lazos construidos a lo largo de siglos con el país que la envuelve y del que se ha nutrido una y otra vez, amén de tener que pasar por encima de él y de su gente; una hazaña inverosímil, aunque sólo sea porque supondría que tres millones de personas (o cuatro, qué más da) impusieran su voluntad a más de cuarenta, dentro y fuera de Cataluña. Y el otro, desde su inacción, se empeña en sostener una España que no es, ni puede ser, porque carece de la uniformidad a la que trata de reducirla y porque ningún país puede ir hacia delante arrastrando a tanta gente que no está comprometida con su futuro sino dispuesta al sabotaje.
Lo que se echa en falta, en este como en tantos otros asuntos (véase, sin ir más lejos, la velocidad con que unos servidores públicos abnegados, como los agentes de la UCO, se convierten en apestados a los que desacreditar por todos los medios), es ese viejo y noble arte de la conversación, que sirve para aproximar intereses y negociar diferencias, pero sobre todo, para permitir alcanzar resultados sustentados por las virtudes comunes, y en los que quedan por el camino las mezquindades de unos y otros. Salir de la dialéctica amigo/enemigo, renunciar a los máximos irreales y por tanto deshonestos, y aceptar que la verdad se forja sumando la perspectiva de todos y no sirve a ninguno. Esa es la tarea principal, y que a nadie parece apetecerle. Lástima.