Vivir es salvar escollos, como aprendimos en la película de François Truffaut. Copié la frase de un artículo que escribí en su día para hablar sobre el agujero de ozono, cuando el agujero de ozono era una desgracia que inauguraba la lista de desgracias planetarias.
Una de mis primeras pesadillas de la edad adulta fue la laca de pelo. Y no sólo porque la laca fuera enemiga de la naturalidad (con ella se consagraron los cardados impenetrables y la belleza de cartón piedra), sino porque abrió el catálogo de desdichas que habrían de abatirse sobre el universo. La laca y, en general, todos los productos químicos servidos en spray que se extendían por la atmósfera.
No sé qué habrá sido del agujero de ozono, pero ya nadie habla de él. Ahora, en las cumbres del cambio climático, se imponen conversaciones más exóticas. Todavía recuerdo cuando corrió la voz de que la naturaleza humana tenía un nuevo enemigo a batir: las cabezas de gambas.
No hay imagen más reconfortante que la de un hombre succionando con fruición una gamba o un langostino de Huelva. Las cabezas de las gambas saben a gloria, pero tienen una pega: contienen cadmio, un elemento químico de la gama de los metales pesados que se caracteriza por su toxicidad y que puede causar la muerte.
Los organismos encargados de vigilar la presencia de cadmio en el organismo humano habían puesto hasta ahora el límite en 7 microgramos. Pero este año lo han bajado a 2 microgramos, con lo cual ha descendido también el umbral de toxicidad. El cadmio se deposita en el aparato digestivo, que en el caso de las gambas está en su cabeza.
Decía que vivir es salvar escollos, o sea, adversidades. Cuando éramos niños venían sin avisar y si las recordamos ahora es porque salieron en televisión y se depositaron para siempre en la última fibra de nuestra memoria. A todos nos suena la tragedia de Ribadelago, donde la rotura de una presa arrasó todas las casas de un pueblo mientras dormían los vecinos. También recuerdo la bomba de Palomares (y los calzones de Fraga) así como el desbordamiento del Turia en Valencia. Lo que no recuerdo en absoluto, aunque he tenido ocasión de refrescarlo en internet, es un choque de trenes en el interior de un túnel en el Bierzo (León), terrible accidente del que apenas quedan un par de fotografías.
Las desgracias no son frágiles, pero la memoria sí. Ahora tenemos desgracias de todos los colores, empezando por los tsunamis, entonces llamados maremotos, los volcanes, los accidentes aéreos o el terrorismo.
Al estrenarse el siglo XX se impuso el espectáculo de la velocidad y a estas alturas del siglo XXI asistimos a modalidades de riesgo que nos ponen el corazón en la garganta. No quisiera ser la madre de los hermanos Marc y Álex Márquez viendo a mis hijos en la pista como las madres de los toreros de antes. Pero lo peor es el kamikaze que va y el parapente que viene, los niños devorados por el pederasta o aplastados por un todoterreno a salida del cole.