Ahora que me pongo a escribir estas líneas, que tengo una taza de té en la mesa y que he desayunado zumo de naranja, puedo estar a punto de sufrir lo que los cineastas llaman un plot point. Un hecho que lo vuela todo por los aires. Ahora que me pongo a escribir, que es lunes por la mañana y que la rutina campea imperial, podría asaltarme la muerte o tocarme la lotería.
Y no sería un hecho extraordinario. Ni siquiera una noticia. ¡Sucede así tantas veces! Mi amigo Jaime tuvo su plot point un día cualquiera, tras cerrar la puerta de su despacho y después de haber anotado en la pizarra sus tareas pendientes. Pero el giro que se le venía encima le obligó a escribir un libro. Porque no sólo iba a cambiar su vida, sino la de todo el planeta. ¡Qué gusto da utilizar esa frase cuando por fin es cierta!
Me lo contó una noche, en el Jazz Bar de la calle Huertas, con dos negronis de por medio en homenaje a David Gistau. China se había inundado de muertos a causa de un virus de origen desconocido y él había estado allí. Yo le escuchaba como quien ve una peli de ciencia ficción. También me dijo que estaba escribiendo y me pareció un libro inevitable: “¡Tío, imagínate que el bicho llega a España y a otros muchos países! ¡Qué ganas de leerte!”.
Maravilloso destino. Tengo en las manos el libro de Jaime Santirso, Los primeros días (Altamarea, 2022), y tengo en el cuerpo el virus que aparece dibujado en su portada. Al poco de contagiarme, me acordé de José F. Peláez, que anotó un párrafo impecable al paso de la enfermedad por sus pulmones: “Han muerto solos, con el mismo delirio y el mismo frío que hoy tengo yo. Pero con la mala suerte de haber llegado unos meses antes. A sólo una mutación de la vida”.
El reportaje de Jaime Santirso, que cayó en Wuhan por su condición de corresponsal de El País en Asia, nos interpela en mil idiomas. Su entonces directora, Soledad Gallego-Díaz, dice de él que cumple las normas básicas del oficio: “Duerme poco, tiene sentido del humor, escribe muy bien y sabe lavarse la ropa”. Con libros como este siempre sobrevivirá el oficio. Pero si no, Santirso ya sabe que puede montar una lavandería.
Decía que miraba a Jaime con los ojos prendidos de algo parecido al fuego porque siempre he visto así a los corresponsales de verdad. Los corresponsables. Esos que, a cambio de un dinero que casi nunca lo justifica, se plantan en un lugar donde la vida propia corre peligro.
En el caso de Jaime, además, el mérito es doble. Llegó a Wuhan por la noche en un avión porque había oído algo de un virus raro. Al día siguiente, cuando se despertó, la ciudad había sido cerrada y los demás periodistas huían en desbandada. Él, tirado en calzoncillos, sin haber desayunado, como quien sopesa el plan del domingo, decidió quedarse. Pudo salir, pero se quedó.
A partir de ahí comenzó una aventura con dos ingredientes maravillosos. Los hechos suceden en un país gobernado por un régimen totalitario. Y están protagonizados por un virus de origen desconocido que mata indistintamente.
El nacionalismo, en cantidades desproporcionadas e inyectado durante décadas, genera opiniones como estas entre los ciudadanos: “El Gobierno controlará el brote, no hay de qué preocuparse”. ¡La población puede llegar a atribuir a sus líderes poderes sobrenaturales!
Hasta el propio Jaime confiesa haber llorado al escuchar en directo un discurso del líder supremo. Se le erizó la piel, resbalaron las lágrimas por sus mejillas, y se recordó la ideología que gobierna esos impulsos. Su libro no es sólo un modo de conocer los primeros días de la pandemia, sino una forma de deambular por la psicología china.
Jaime estudió en Pamplona. Allí nos conocimos. En el viejo reino de Navarra, atribuimos a Miguel Induráin los mismos poderes que gran parte de los chinos suponen a Xi Jinping. Cuando Jaime supo que estaban construyendo un hospital en diez días, miró alrededor. Prohibidos los desplazamientos, ni un solo taxi. Así que agarró una bicicleta y pedaleó tres horas hasta divisar esa exclusiva con nombre de faraónica construcción.
Se saltó un cordón policial para tomar unas cuantas fotografías. Y en China nunca sabes cuál es el precio a pagar por saltarse las normas. He sentido frío al leer esa escena, Jaime, aunque quizá me estuviera subiendo la fiebre.