"Qué turra con el amor, la amistad y la igualdad". Hablaba hace no tanto con mi admirado Chapu Apaolaza y lo hacíamos, lo cuento tal como ocurrió, bajo la cabeza de un toro disecado en una tasca madrileña. "Todo pasa por la maldita empatía", nos decíamos.
Qué empeño con la moraleja y la concienciación, con poner los cuidados en el centro (ahora todo hay que ponerlo en valor o en el centro) y afligirse por lo que toca. Por todas las causas, en orden alfabético, como ironizaba el gran Juan Carlos Ortega en aquel maravilloso episodio Los valientes de su programa.
Recordaba aquella conversación con Chapu ahora, a cuenta de la guerra en Ucrania, y me lo repito: maldita empatía. Esa empatía mal entendida que es, otra vez la manipulación del lenguaje, una tramposa redefinición del concepto, obviando que el estado empático, en sí mismo, no garantiza el acto compasivo.
Lo realmente perverso de esto es que, cuando la empatía se convierte en el fin mismo, cuando sentir el dolor de alguien (y, por supuesto, decirlo) ya nos reconforta y nos hace sentir que transitamos el lado correcto de la historia, lo que estamos es desviando el foco de manera miserable. Colocamos en primer plano lo doloroso que es sentir el dolor del otro, en lugar de en el dolor de esa persona. Nuestra empatía de pacotilla rapiñando el drama de la verdadera víctima.
Sobran los ejemplos estos días: periodistas convertidos en noticia porque han sollozado fuertecito ante el dolor de los que lo han perdido todo. Influencers con lapiceros de colores y bonitas ilustraciones en tonos pastel con la firma bien visible. Relatos literarios del sentir de los que no pueden con tanto sufrimiento de otros desde el confortable salón de su casa.
Como explica la ensayista Leslie Jamison, autora de El anzuelo del diablo, la empatía "puede también aportar una peligrosa sensación de realización: que algo se ha hecho porque se ha sentido. Es tentador pensar que sentir el dolor de alguien es necesariamente algo virtuoso por propio derecho. El peligro de la empatía no es simplemente que nos pueda hacer sentir mal, sino que nos pueda hacer sentir bien".
Y en esas estamos. Hemos comprado la idea de que sólo el hecho de sentir el dolor ajeno nos legitima moralmente. Y ya no necesitamos nada más. Se detiene ahí el proceso por el cual la empatía debería en realidad actuar como acicate, como catalizador, paso previo a la acción, la que sea que esté al alcance de nuestra mano, pero una que resulte eficaz.
Porque si sólo lo es para nuestra propia satisfacción, para situarnos a nosotros mismos bajo la etiqueta de buenísima persona, nuestra empatía en realidad es puro postureo, el autocomplaciente guiño que nos devuelve el espejo en formato mohín afectado.
Por supuesto que una guerra es una barbarie, un acto deleznable. Claro que contemplar el sufrimiento nos hace sentir apenados e impotentes. Todos nos movemos bajo un mínimo consenso en cuanto a aquello que está bien y lo que está mal. Pero seamos honestos: aquí las víctimas son las que son y el drama es de quien es. Y tu particular aflicción no puede ser el centro de atención. Porque entonces no estás siendo empático, no te confundas. Estás siendo un miserable.
"Maldita empatía", nos decíamos Chapu y yo sabiendo lo impopular de la afirmación, más por esa perversión del lenguaje, por la brecha entre el estado y el acto en la que algunos prefieren no reparar, que por lo que con ella queríamos decir. Ese desalmado, el que repudia la empatía (la new age, la estéril) mientras compartimos dobles acodados en una barra, acaba de cruzarse Europa para traer a España desde Polonia a 24 refugiados ucranianos. Toma empatía.