Cristiano Ronaldo era una estrella tan grande que, en los viejos tiempos, de camino a los tribunales, firmaba autógrafos a cada paso, sonriente y bronceado, cegado por los focos, como si la calzada no fuera dura y gris, sino roja y acolchada; como si el camino no dirigiera a la Audiencia Provincial de Madrid, sino al Teatro Dolby de Los Ángeles; como si no fueran a condenarlo a una pena impagable para el resto, 18,8 millones de euros, sino a condecorarlo por un talento insólito.
Pero de un tiempo a esta parte Cristiano anda frustrado, preso de la indignación, entregado a una sensación asfixiante de injusticia. No lo comprende. ¿Por qué se conjura en su contra el mundo que un día comió de su mano?
¿Por qué le dejaron ir del Real Madrid y el Real Madrid siguió acumulando copas? ¿Por qué le dieron vía libre en la Juventus y la Juventus siguió reinando? ¿Por qué le expulsaron de un Manchester United miserable y el Manchester United recobró la alegría? ¿Por qué no llamaron Liverpool o Bayern a su puerta, sin coste de traspaso, y dejaron correr la oportunidad? ¿Por qué participó en el Mundial con Portugal y Portugal cayó contra Marruecos, de todos modos, sin que pudiera remediarlo?
No es ninguna desgracia acariciar los 40, pero produce un poco de bochorno verlo así, sumido en el sueño, como si no se apocara él, sino el fútbol. Con expresiones de acritud hacia quienes le acogieron, de adolescente, en un país extranjero; hacia el entrenador que, en su madurez, le llevó a levantar la Eurocopa; hacia el agente que lo sacó de la pobreza y, finalmente, lo introdujo en la lista Forbes.
Digamos que a Cristiano le está fallando, como a Bruce Willis, el sexto sentido. Se le escapa lo evidente. Le pesan los años, por más que el orgullo se mantenga intacto. No se da por apelado ni cuando apenas le queda un contrato en Arabia Saudí, donde también jugará a fútbol. "Es [un contrato] único porque soy un futbolista único", sonrió en su presentación. "Es una gran oportunidad no sólo para el fútbol, sino para cambiar la mentalidad de las nuevas generaciones".
Si es una oportunidad para el deporte, ningún europeo o americano estará para verlo. Y si sirve para cambiar la mentalidad de las nuevas generaciones, no serán las árabes. Se agradece, al menos, la claridad. Cristiano Ronaldo no sólo se dispuso a la traición de los aficionados que le adoraron con su ofrecimiento desesperado a Atlético de Madrid y Manchester City. El orgullo le catapultó más lejos.
Cristiano será la imagen de la tiranía que descuartizó al periodista Jamal Khashoggi, entonces columnista de The Washington Post, y aplica la pena de muerte como una condena divina. Y quizá lo peor de todo. Empeñará su imagen para que el Mundial de 2030 no sea para su país y sus compatriotas, con la candidatura de España y Portugal, sino para Mohamed Bin Salman: el rey que presumirá del delantero emérito como de sus caballos purasangres, su equipo en Inglaterra o su crimen sin castigo.
La corrupción moral de Cristiano es equiparable a la del clan de los Kaili, al servicio de Qatar desde puestos de poder en la Unión Europea. Venderán decenas de coartadas. Dirán que abren el país al mundo. Pero no hay que ser Wittgenstein para descifrar el motivo de la infamia. Europa, a diferencia de los reinos árabes, no necesita fajos de billetes para persuadir sobre las virtudes de su cultura. Pero siempre habrá europeos, como Cristiano, al alcance del mejor adversario (Rusia, Arabia, Marruecos), prestos a sacrificar cualquier cosa por un dinero que no necesitan.