Al final de este viaje en la vida quedará nuestro rastro invitando a vivir. Estos años son el pasado del cielo (Silvio Rodríguez)
El primer recuerdo que tengo de Eli es el de estar yo tumbado en la cama, muy niño, y ella echarme la manta por encima. Es un recuerdo borroso, pero ahora que ella se ha ido lo veo con muchísima luz. Estamos en la primera planta de aquel chalé. Íñigo, mi amigo, su hijo, en la cama de al lado. Y Eli, tras echarnos la manta, se acerca a la puerta. La luz del cuarto es amarilla. De pronto, se apaga.
Me acuerdo mucho de Eli estos días. En el periódico, en el Metro, andando por la calle, cuando me voy a dormir. La veo en la puerta. Y esa luz amarilla no se apaga. Anoche, cuando eché la persiana y cerré los ojos, atisbaba esa luz en algún lugar. No era siquiera un recuerdo. Era verdad.
He releído nuestros últimos mensajes. Eli, tanto tiempo sin vernos, me felicitaba el cumpleaños. Me daba la enhorabuena si veía mi nombre por ahí. Me mandaba "recuerdos". Ahora que le escribo yo este "recuerdo", me doy cuenta de que ese es el pacto que hacemos con las amigas de nuestras madres. Nos abrazan de principio a fin. Desde chavales hasta que se nos desarbola la barba. Abrigan nuestra vida en todos sus tiempos verbales. Pasado, presente y futuro. Nosotros, a cambio, apenas entregamos algo. Quizá el mero hecho de estar.
Porque yo no sé nada de Eli. Quiero decir, no sé nada de la Eli antes de que llegara aquel día, aquella noche, la de la manta por encima. La que tenía la comida preparada mientras nosotros jugábamos al fútbol en el jardín. La que nos llevaba a ser felices en un coche azul celeste. Eli lo sabía todo. El colegio, las aficiones, si te descuidas hasta las novias, la carrera, los primeros trabajos. Eli era el arquetipo de las mejores amigas de nuestras madres.
Llamaron de casa, me dijeron que Eli estaba muy mal. Quise escribir un mensaje, pero lo borré. Ella ya no iba a poder leerlo. Uno no sabe qué escribir en esas ocasiones, aunque su trabajo sea poner una letra detrás de otra. Precisamente, ocurre al revés. Suelen encontrar con más facilidad las palabras quienes, de repente, se acercan a ellas sin más intención que el corazón. Como Íñigo en el funeral de su madre.
"Eli, gracias por ser luz", quise decirle. Pero ya era tarde. No fue un mensaje pensado. Fue lo primero que me salió cuando mamá me dijo que Eli se iba. Ahora lo entiendo. Era la luz de la habitación, la luz amarillenta con Eli en el umbral.
Con ella, cuando la enciendo, van naciendo otras imágenes. La risa fuerte, los besos que casi te rompen la mejilla, la palmadita en la cara, el brazo alrededor del cuello y ese "¿qué tal, guapo?" tan de verdad. Un "¿qué tal?" donde entra toda la vida que vivimos con ella.
A Eli la veo con mi madre, estando yo con su hijo Íñigo, en una cosa muy importante para ellas, que para nosotros era un juego: la vigilia pascual. Iban con otros amigos, cantando. José, que nunca quiso ser don José, sostenía el cirio prendido. Lo encendía en una hoguera. Otra vez la luz. Luego todos cantaban: "Noche de paso a la vida, noche de luz y alegría". Yo no sé nada, Eli. Sé muy poco de todo eso, pero sé de tu luz, que fue nuestro nacer a la vida. Aleluya.