Es el mayor privilegio del periodista: entrar donde los demás no pueden. Estamos en casa de Miguel Delibes. La casa de un muerto vivo. Porque sus hijos no la han tocado desde aquel 12 de marzo de 2010. La cama, rígida y estrecha. El Evangelio gastado en la mesilla con una cruz de madera encima. Y en la mesa del despacho, la última cuartilla.
Se cuela el sol por las ventanas del salón. Es la luz con el tiempo dentro, que escribió Brines. El reloj aquí se detuvo hace trece años. Hay libros abiertos y la biblioteca está desordenada. Hasta el más viejo confía en que vivirá un día más.
Las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Llamamos por teléfono a Elisa, una de los siete de don Miguel. No supimos bien qué decir: "Nos gustaría ver…". Ella interrumpió: "Mañana, cuando lleguéis a la estación, os venís".
En el portal, hemos leído la placa: "La gloria es un problema de años, ya que es el tiempo quien decide qué autor está destinado a ser olvidado y qué otro está destinado a perdurar". A don Miguel le repateaban las labores diplomáticas que hay que hacer para ganar un premio importante.
Cuando sonó para el Nobel, sus hijos tuvieron miedo de que se lo dieran. Porque "papá", casi seguro no hubiera ido a recogerlo. De hecho, hemos subido en el ascensor por el que subieron los reyes cuando le concedieron el máximo galardón de Vocento. "¡Que yo no voy a Madrid a recoger nada!". Y vinieron ellos. Ese día supimos que los reyes también cogen el ascensor.
Las grandes editoriales queman los libros de Umbral, que fue discípulo de don Miguel; y también de Cela, al que se le tuvo como adversario. Esta mañana, a esta casa, ha llegado una caja desde Japón con las nuevas traducciones.
A don Miguel no le gustaban las venganzas, pero su cocina está llena de ellas. Los libros reeditados –¡decenas de títulos en los últimos años!– se acumulan en los armarios donde un día hubo galletas y colacao. Don Miguel es lo más difícil: un escritor leído estando muerto. Todo es tan austero en casa de Delibes que cuando Elisa nos dice que cojamos los que queramos, aun deseando ponernos las botas, sólo agarramos uno cada uno.
Es uno de los dos momentos de silencio en esta travesía. Nos quedamos callados mientras revolvemos las estanterías: "¿La hora roja o Las guerras de nuestros antepasados?". "¿Qué es esto de Muerte y resurrección de la novela?". A don Miguel, que tanto le costaba decir algo bueno de sus libros, la que más le gustaba era Madera de héroe. Gervasito, el protagonista, le preguntó a su abuelo en la España de los treinta: "¿Puedo ser héroe sin que me maten?". "Sí, hijo, pero es más fácil si te pegan cuatro tiros en la barriga".
El otro silencio nos alcanza cuando llegamos al dormitorio. Es Elisa la que nos empuja porque nos habíamos quedado en el umbral de la puerta. La cama corta y estrecha, como de franciscano. El cabecero de bambú a juego con la mesilla. Un retrato pequeñito de los dos, siempre los dos: Miguel y Ángeles. Paredes blancas, sábanas blancas.
Toda la casa está llena de ausencia. Y aun muerto don Miguel, la ausencia que realmente acongoja es la de Ángeles. Fotos suyas por todas partes. Delibes no empezó a leer de veras hasta que se hicieron novios. Ella le regalaba los libros con una dedicatoria. Si estaban enfadados, le ponía: "Ya no te quiere, Ángeles".
Elisa y sus hermanos, de niños, solían decir: "No sabemos si somos ricos o pobres". Nosotros tampoco sabemos ahora. Figuran varios premios por las estanterías, pero los objetos de don Miguel son los que tenían todos los españoles en casa. Una radio humilde, una televisión humilde. Y lo más importante: una biblioteca humilde.
Vamos repasando las estanterías del salón. No hay primeras ediciones. Está la colección Austral, la colección Áncora y Delfín. Ordenaba por colecciones. Si necesitaba encontrar algo, acudía al catálogo. Un día, Elisa, que vive arriba, tuvo un problema de goteras y mojó la serie de su padre ya fallecido. Abrió la caja donde estaban los papeles del seguro. Don Miguel no había protegido sus manuscritos, pero sí Áncora y Delfín.
Nos cuenta Elisa algunas cosas: que a su padre, ya viejo, le dio por beber litros de Coca-Cola; que nunca olvidó el instante en que, siendo prácticamente becario en el periódico, se topó con el teletipo que lo hacía finalista del Nadal; que, sin ser un animal demasiado social, intentó ser amigo de su admirado Josep Pla; que don Miguel era "depresivo por naturaleza".
Lo explicó él: todo empezó con la obsesión por la muerte. No tanto la suya propia, sino la de los demás. Así nació La sombra del ciprés es alargada. Cuando le llegó la guerra, esa obsesión se multiplicó y, con el prematuro adiós de Ángeles, lo destrozó. Una vez, don Miguel llevó al campo a su mujer, que estaba enferma. Se dio cuenta ese día. Ni siquiera el campo podía curar la tristeza. La alegría se lleva dentro. "El tiempo no cura las desgracias, enseña a vivir con ellas".
Por eso es radicalmente paradójico lo que sentimos aquí, en este instante, en esta casa. ¿Cómo un escritor depresivo pudo arrojar tanta luz? La vida de don Miguel, vista en perspectiva, es el combate de un hombre con la tristeza, a la que vencía cazando, hablando con sus hijos, jugando con sus nietos, montando en bici… y escribiendo. En Sedano, cuando estaba solo, pensando que no lo veían, soltaba los pedales y gritaba: "¡Soy un hombre feliz!".
Pasamos a la habitación de los niños. Dos camas con colchas rojas y verdes. Todo desordenado. Las medallas por un lado, las medallas por el otro. Todo fuera de sus cajas. Han sido los bisnietos –nos cuenta Elisa–, que vienen a casa del escritor a revolver. Igual que, en vida, hacían los nietos.
Si don Miguel se cabreaba, le cantaban a coro: "¡El abuelo tiene genio! ¡El abuelo tiene genio!". Él respondía: "¡Haced lo que queráis!". Pero lo decía de verdad. La estirpe continúa haciendo lo que quiere: "¡Vamos a jugar a casa del Delibes!".
Están de moda los escritores malditos. Hemingway, Poe, Mary Shelley, Alfonsina Storni, Houellebecq. Delibes nos dice que se puede tener novelas y tener hijos, que se puede vivir en familia y aprovechar el tiempo. Alrededor de la mecedora de madera, resulta sencillo escuchar el rumor de los niños.
Antes de irnos, pasamos al despacho. Una mesa de madera muy antigua. Todos los libros que le regaló Ángeles. Una silla aterciopelada en el asiento, pero terriblemente dura en el respaldo. En el cajón, todavía esas gafas grandotas de pasta negra y un monedero.
Le dolía la espalda a don Miguel. ¡Cómo no le iba a doler con esa silla! Había dibujado él mismo los ejercicios que le recomendó el médico. Esa cuartilla estaba junto a sus últimas palabras, que escribió amparado por el retrato "señora de rojo sobre fondo gris". Don Miguel ya estaba ciego. Elisa pone la cuartilla en nuestras manos. Lo intentamos. Es imposible. Apenas discernimos cuatro palabras: "Viejo", "niño", "humano", "mejor".
Muchas gracias, Elisa.
Tuyo,
Daniel, el mochuelo.