La sonrisa de oreja a oreja de Francina Armengol en la recepción del informe de Ángel Gabilondo sobre los abusos sexuales en la Iglesia el pasado viernes bastaría por sí sola para constatar que, como siempre sucede en España, las víctimas son sólo un pretexto para continuar la política por otros medios.
Aún así, muchos han querido destacar las debilidades metodológicas del extenso informe. En particular, la elección de la encuesta telemática, en la que no se registran casos documentados y juzgados, sino declaraciones de los entrevistados basadas en afirmaciones y recuerdos. Por no hablar de la discutible categorización de las variables, equiparando las agresiones sexuales a las ofensas verbales.
Los artífices del documento han salido a defender estas "encuestas anónimas de victimización" como la herramienta más apropiada para tratar de hacer emerger las cifras ocultas de la violencia contra la infancia, que muchas veces no llega a denunciarse oficialmente.
Teniendo en cuenta que existe un debate científico sobre la mejor forma de investigar el fenómeno, la discusión no debería centrarse en el cuestionamiento del instrumento estadístico. Sí parece más definitiva, en cambio, la ilegitimidad de la extrapolación de brocha gorda que lanzaron muchos medios al hacerse eco del informe.
Porque concluyeron que, a partir del 11,7% de los 8.013 encuestados que afirmó haber sufrido abusos, y del 1,13% de ese 11,7 que los habría vivido a manos de un sacerdote, podía sostenerse que 440.000 personas han experimentado agresiones sexuales en la Iglesia católica.
La extrapolación, que no aparece en el informe, no es rigurosa tratándose de una cifra de entrevistados tan baja, y habiendo lugar a un margen de error importante. Por eso el propio Gabilondo exhortó a los medios a no efectuar esa operación matemática, considerando que "no hay que extrapolar".
En cualquier caso, el quid del asunto hay que buscarlo en el tratamiento político y en la cobertura informativa de las conclusiones del informe, dado que las cifras nunca hablan por sí solas. Y para ello ni siquiera es necesario poner en duda los resultados del trabajo de Gabilondo.
Porque la misma encuesta arroja que ha habido nueve veces más abusos en espacios educativos no religiosos que en los religiosos. Y que hay un 63% más de casos entre profesores que entre sacerdotes. De modo que, si también extrapolásemos aplicando otros porcentajes a la población adulta actual en España, obtendríamos que en los colegios públicos ha habido 880.000 abusos sexuales, que hay 4.500.000 pederastas en nuestro país y que 1.100.000 padres han violentado a sus hijos.
Para negar las acusaciones de que la investigación a la Iglesia se trate de una persecución, los defensores del informe invocan precisamente la inclusión en el informe de todos los victimarios reportados por los encuestados, con independencia de su procedencia. Pero, entonces, ¿por qué pone el Defensor del Pueblo el foco en el orden eclesiástico?
A esto replican los responsables del estudio que se limitan a hacer su trabajo, pues fue el Congreso quien solicitó la elaboración de un Informe sobre abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia católica.
Y cabe repreguntar: ¿por qué el Congreso ha optado por centrar la investigación en los religiosos, y no por extenderla también a ámbitos como la familia o la escuela, donde la incidencia de la violencia es mayor? Es más, PSOE y Podemos rechazaron el año pasado que la comisión parlamentaria investigase todos los abusos a menores, en lugar de limitarse sólo a los de la Iglesia.
De los datos del propio Gabilondo, en fin, no se desprende ninguna razón objetiva que justifique el interés noticioso de privilegiar el ámbito eclesiástico sobre los demás en la cobertura mediática del drama de los abusos a menores. Por lo que ha de buscarse el señalamiento a la Iglesia en razones extraempíricas, que sólo pueden ser políticas.
Y esta búsqueda no supone, como esgrimen muchos fanáticos trileros, rebajar la gravedad de un problema atroz. Tampoco es válido su argumento de que "aunque fueran 200.000 casos menos" sería ruin intentar matizarlo, o que "con que hubiera habido una sola víctima, ya sería terrible". Una impostura mayúscula teniendo en cuenta que la trascendencia pública del problema responde, justamente, a la cifra presuntamente astronómica de casos en la Iglesia.
Y es que no se trata de defender lo indefendible ni de tomar bando en un problema abominable que requiere un abordaje integral por el conjunto de la sociedad española. Tampoco de negar que ha habido no pocos sacerdotes abusadores. Se trata de preguntarse si la realidad permite sostener la concepción de la Iglesia como una enorme red mundial de pederastia, implantada en el imaginario colectivo por el consorcio político-mediático anticlerical.
Porque no otra cosa se desliza a partir del tratamiento que recibe la Iglesia en las cabeceras progresistas, donde ya aparece casi exclusivamente por motivos relacionados con la pedofilia. Y lo hace, en un ejercicio de lo que podríamos llamar periodismo sintético a priori, en el marco de análisis conducidos ya bajo el presupuesto de que el celibato produce abusadores sexuales.
Precedentes de tergiversación como el bulo sobre las inmatriculaciones ilegítimas de inmuebles de la Iglesia obligan a sospechar de la bondad de cierta aproximación informativa a lo religioso. Por no hablar de la oportunísima presentación del informe de Gabilondo en un momento en que al Gobierno le cercan fuegos puramente políticos.
Los centros educativos religiosos, en su mayoría concertados, tendrían que pasar a formar parte de la red pública del sistema educativo. Sólo así vamos a garantizar todos los derechos para toda la infancia, también el de vivir una vida sin violencia sexual.https://t.co/TDM35OQ4n3
— Ione Belarra (@ionebelarra) October 27, 2023
La mejor prueba de que el tratamiento parcelado y discriminado de la violencia contra los menores responde a una agenda interesada es el pronunciamiento de Podemos poco después de la entrega del informe de Gabilondo. Aprovechando la percha, Ione Belarra exigió acabar con el Concordato con la Santa Sede, eliminar la financiación pública de la Iglesia y expropiar los centros educativos religiosos.
He aquí pues lo que hay en realidad detrás del escándalo de los abusos. Un casus belli para emprender una ofensiva general contra la Iglesia. Un capítulo más de la vieja aspiración revolucionaria de abolir todos los frenos a la consagración de un único poder totalitario.