El espíritu de la Navidad le saca brillo al de nuestro tiempo. El ser humano anda buscando encontrarse a sí mismo en las conjeturas del horóscopo, en las sugerencias del algoritmo y en Navidad, cuando más blanca se ilumina la noche, no iba él a quedarse calladito en una esquina.
En esta época, fundada en la infancia, nutrida con la promesa de la resurrección del recuerdo, el espécimen de homo yomemí (conmigo, pero no está la vida para derrochar caracteres) gusta de imponer su ánimo a todos los que lo ronden. Lo expande un par de metros por delante y otros por detrás como un tufillo pútrido, de tabaco húmedo y ropa sucia olvidada, y logra que sus pasos aún en la distancia bajen, en avanzadilla, el volumen de las conversaciones. Su presencia, ya no solo física, sanciona. La risa se repliega bajo la lengua.
En estas fechas, el homo yomemí, también yomema o yomemo, según el género, eleva la obsesión con sus cositas y remata con ellas el abeto de Navidad. El propio y el ajeno. Desde que las luces de colorines cuelgan de las farolas, los yomemos graznan su malestar estacional. Lo arrastran por textos, lo sacuden en vídeo, alguna vez en la radio, ahora lo agitan en podcast, ahí va una capsulita viral: no les gusta la Navidad. Como si a alguien, en el fondo, lo hiciera.
A ningún mayor de 20 años le entusiasma del todo la época navideña. Constituye siempre una ruptura. Refresca la pérdida de la inocencia infantil y la muerte de la ingenuidad adolescente, las resensibiliza. Los regalos se convierten en gastos extra y la organización de comidas y cenas, en el trabajo probablemente menospreciado de las mujeres de la familia (los hombres –not all men, faltaría, pero ya son demasiados– comentan mientras tanto alguna frasecilla entresacada del discurso del rey antes de celebrar frente a todos la limpísima precisión con la que han cortado, tarea masculina, el turrón).
La ilusión recordada se endurece, se vuelve arenosa y seca. A todos agria un poco porque a todos, salvo psicopatía sin diagnosticar, araña la nostalgia, que no es sino tristeza ante la felicidad pasada. En todas las casas el tiempo remolca una silla y la coloca, vacía, en ubicación presidencial. Pero la alegría del pasado se transforma, en la cabeza sensata, en la esperanza del futuro. Las incomodidades se sacuden y se confía en que lo que fue será, haya que esperar una o mil noches.
El homo yomemí, no obstante, encuentra cierto placer en anunciar en voz alta su malestar. Cacarea que no soporta los villancicos, que no aguanta las reuniones familiares, que el centro de la ciudad se ha convertido en una cárcel a cielo abierto, que se le atragantan los paletos ("¿de dónde sale toda esta gente?") que contemplan la iluminación, que a ver si con suerte el segundero mete quinta y alcanzamos de una vez el 10 de enero. Los yomemos reivindican sus desazones y pesadumbres porque sin la exaltación de su individualidad sus límites se desharían.
Su 'yo' requiere de la discrepancia pública y ventilada. Sin anunciar durante medio mes lo peculiar de sus sentimientos, el homo yomemí dejaría de ser rebelde, rarito, sufrido, muy especial, excepcional, crítico e intelectual (no se deja bambolear por las masas, frena, piensa, criba, no existe, ¡es!). El cumplimiento de su misión satisface por fin a los campos de España: agua las fiestas.
Dejó escrito Ángel González que "para vivir un año es necesario morirse muchas veces mucho". Quien pone un pie en la Tierra empieza perdiendo. El único camino hacia cierta eternidad lo abre el amor, que se transforma en faja del ego, liposucción del 'yo'. De vez en cuando hay que estar un ratito callado. Por amor. O por educación.