El oficial que dirigió el programa para adquirir y desarrollar la fabricación de carro de combate Leopard 2 alemanes en España, el coronel Antonio Candil, explica en su obra Los militares en la democracia española que, durante la etapa del presidente Zapatero, se planteó elaborar una ley que definiera el concepto de "interés nacional", un principio elemental para regir el comportamiento de determinadas Administraciones públicas, especialmente en todo lo relacionado con la política exterior. Naturalmente, sólo el concepto de "nacional" despertaba suspicacias, así que semejante norma nunca fue aprobada.
Entonces ¿cuál es el criterio para tomar decisiones? ¿Acaso un decisor político puede tomar cualquier decisión fruto de su moral o creencias particulares? ¿Es legítimo que un ministro profundamente creyente se embarque en una cruzada por proteger a los cristianos del mundo utilizando el presupuesto público a tal fin? ¿Es legítimo que un ministro profundamente solidario dilapide el presupuesto en actos altruistas e inútiles?
Definir el interés nacional no debe servir para desposeer a los decisores de la cualidad que les define, la decisión, ya que en caso contrario estaríamos promoviendo un funcionamiento mecanicista de las burocracias que haría innecesario o inocuo el cambio político que promociona la democracia. Por tanto, el interés nacional debe ser un concepto profundamente flexible.
Por otro parte, quienes critican la idea del interés nacional suelen utilizar dos argumentos. A saber, que el concepto es demasiado ambiguo y sujeto a interpretaciones, y que en sí mismo es erróneo, pues constituye un punto de vista provinciano desde el que operar en un mundo globalizado.
Nada más lejos de la realidad.
Respecto al primer razonamiento, sin duda estamos hablando de un concepto ideal sin un encaje fácil y perfecto con la realidad. No obstante, definirlo e intentar alcanzarlo nos acerca mucho más al ideal que la pretensión de permitir que los personalismos, la impulsividad y los cálculos electorales gobiernen nuestras acciones. Puede que ni siquiera el país más perfecto haya logrado la aplicación universal de los principios de igualdad o libertad individuales. Pero es claro que quienes han consagrado esos principios en sus constituciones y han tenido sociedades dispuestas a perseguirlos se han acercado mucho más a los mismos que quienes los han ignorado.
Con el interés nacional sucede lo mismo.
Respecto al segundo argumento, que alude a lo "paleto" del concepto, me resulta más chocante el típico pensamiento vacío del leguleyo español que consagra toda su política exterior a seguir los diktats de un Derecho Internacional que ninguna potencia mundial duda en violar cuando sus intereses estratégicos están en juego. A menudo, quienes se adscriben este modo de pensar en España simplemente carecen de carácter o reflexión: lo "internacional" les suena a algo bueno y España es demasiado pequeña y carece de proyecto propio como para "buscar lo suyo". Es la clásica persona que aceptará acríticamente todo lo que venga de la ONU, la OTAN o la UE.
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En realidad, el interés nacional bien entendido es capaz de comprender las necesidades, modos de pensar e intereses del resto de naciones. No se trata de un pensamiento autárquico y aislacionista, sino que más bien comprende la individualidad española en un mundo internacional, en el que nuestros socios del este de Europa tienen inquietudes respecto a Rusia que deberemos tener en cuenta, si esperamos que ellos también tengan en cuenta nuestras inquietudes respecto a Marruecos. Deberemos entender el interés nacional y los retos de Marruecos para poder tratar con él y cooperar o pugnar en la medida correcta.
La gran cuestión sigue siendo, sin embargo, qué es el interés nacional. A mi modo de ver, se trata de cualquier cosa que mejore la situación del ciudadano español a partir de las cosas relacionadas con lo internacional, lo extranjero.
Para empezar, se trata de buscar mejoras o evitar daños al ciudadano español, y pueden medirse en cuatro ámbitos distintos. La seguridad (policial, militar, energética, alimentaria...). La riqueza (atraer inversiones, mejorar el poder adquisitivo...). El prestigio (el papel internacional de España como mediador, como guía intelectual...). Y la imagen internacional (el atractivo de la marca España).
Pongamos ejemplos prácticos de cada uno de los anteriores aspectos. Recordemos los acuerdos para compartir información policial en la lucha antiterrorista, la atracción de un fondo de inversiones o la firma de acuerdos para que el IBEX 35 desembarque en un país americano, los acuerdos internacionales alcanzados con mediación española (como los Acuerdos de Madrid entre Palestina e Israel), o las campañas de publicidad "Visit Spain" o "Spain is different".
Por plantearlo con sencillez, todo lo que implique salir ahí fuera y traerle al ciudadano dinero, seguridad o prestigio con los que mejorar su vida, es fundamental. Dichos objetivos se deben perseguir con más ahínco si cabe en un país como el nuestro, que enfrenta retos demográficos y económicos supinos.
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Con este en mente, ¿reconocer a Palestina como Estado y enfrentarnos a Israel provee una mejora en cualquiera de los parámetros indicados? Lo dudo. ¿Sirve de algo enfrentarse personalmente con un Milei cuando España es el tercer mayor inversor de Argentina? Lo dudo.
Por último, cabe decir que el interés nacional, el interés público, el interés general o como se le quiera llamar —en el fondo es lo mismo— debe ser uno entre otros principios que gobiernen la política exterior, aunque debe competir e incluso ceder ante otros de su misma importancia.
A saber, el carácter representativo de la democracia en la que la ciudadanía puede —legítimamente— promover decisiones ajenas a sus intereses, o la necesidad de respetar —en competición con la dimensión pragmática del interés nacional— los principios y derechos superiores de nuestro ordenamiento jurídico, que a menudo son reflejos del Derecho Natural y de los más altos valores que ha producido Occidente. Muchos de ellos están codificados en la Carta de los Derechos Humanos.
El interés nacional tiene límites algo difusos. Pero su persecución es más benigna que su ignorancia. Lejos de ser una interpretación provinciana y paleta, se basa en el deber moral fundamental de proteger los intereses de la ciudadanía que legitima a su poder político, el cual le debe a la ciudadanía una gestión lo más perfecta posible de sus intereses. Y no se trata de un principio ilimitado y jerárquicamente superior. Al contrario, compite y a veces cede ante otros principios con su mismo valor.
El interés nacional es la principal fórmula que debe aplicar un decisor que entienda la necesidad de compatibilizar la moralidad y el pragmatismo, que a menudo son puestas a prueba en la arena internacional.