
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. EFE
Cinco años después, los españoles seguimos confinados por Sánchez
Aquí seguimos, cinco años después, meneando la cabeza con desaprobación, pero convencidos de que estamos a merced de alguien que, tal es su poder, fue capaz de hacernos capitular tanto.
El gobierno de coalición PSOE-Podemos presidido por Pedro Sánchez aprobó por Real Decreto el 14 de marzo de 2020 declarar el estado de alarma en todo el territorio español "para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por la Covid-19".
Era el segundo estado de alarma en la historia de nuestra democracia. Diez años antes, fue la huelga de controladores aéreos la que motivó su declaración en diciembre de 2010.
Pero era primera vez que se nos encerraba. Metafórica y literalmente.

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, en la reunión de la UE en Bruselas.
Se cerraron los colegios y los bares, los museos y las bibliotecas, los cines y los polideportivos, los gimnasios y las discotecas.
Fuera restaurantes y verbenas, iglesias y desfiles.
Los supermercados se convirtieron en nuestros nuevos templos. Los servicios de entrega a domicilio, en nuestro ángel salvador.
Se decidió que, además de las farmacias y centros sanitarios, eran de primera necesidad los estancos, los kioskos de prensa y las gasolineras. Pero también las tintorerías y lavanderías, y la peluquería a domicilio.
Se suspendieron los procesos judiciales.
La máxima autoridad al mando iba a ser desde entonces un recién llegado ministro de Sanidad, Salvador Illa, filósofo. Un señor catalán casi desconocido que tendría como portavoz a Fernando Simón, epítome de la incompetencia y la mediocridad, que nunca cumpió su función de centinela.
Pero el presidente Sánchez nos dijo ese 14 de marzo: "El Gobierno de España va a proteger a todos los ciudadanos y va a garantizar las condiciones de vida adecuadas para frenar la pandemia con la menor afectación posible".
Nos dijo: "La victoria depende de cada uno de nosotros, en nuestro hogar, en nuestra familia, en el trabajo, en nuestro vecindario. El heroísmo consiste, también, en lavarse las manos, en quedarse en casa y en protegerse uno mismo, para proteger al conjunto de la ciudadanía. Este virus lo pararemos unidos".
Pero no. La realidad no fue así.
Y desollarse las manos de tanto lavarlas servía de poco cuando el virus te atrapaba.
Los servicios de urgencias reventaban, no había materiales de protección para sanitarios ni policías ni militares ni transportistas, los chavales languidecían frente a las pantallas, los maestros se enfrentaban a un precipicio inesperado.
No había respiradores ni indicaciones fiables a la población, las mascarillas pasaron de ser inútiles a ser imprescindibles, los Aldamas intermediarios y sus contactos ministeriales se afanaban por conseguirlas a través de contratos a precio de oro.
Los muertos se agolpaban en cada rincón de España. Decenas de miles. Agonizaban y morían solos. Apenas sujetando la mano y mirando los ojos compasivos de un sanitario agotado.
Al amparo del decreto también se hicieron requisas de materiales a empresas, se sacó a la Policía Nacional a patrullar las calles vacías y a la UME a fumigar.
La duración del estado de alarma decretado hace ahora cinco años era de quince días naturales. Pero se prolongó durante más de tres meses, a través de seis prórrogas, autorizadas por un Congreso de los Diputados que también estuvo anormalmente cerrado.
Así estuvimos hasta el 21 de junio de 2020.
En 2021, el Constitucional declaró nulo el estado de alarma decretado por el Gobierno para combatir la pandemia al considerar que medidas tan extremadamente restrictivas de los derechos fundamentales como el confinamiento sólo estaban amparadas por el estado de excepción.
Pero, hace apenas cuatro meses, el Tribunal Constitucional se autoenmendó.
Sustentada en la ponencia del magistrado y ex ministro de Justicia Juan Carlos Campo, una sentencia avala ahora que el estado de alarma era suficiente.
Y no hay más que hablar.
En realidad, yo creo que seguimos de algún modo allí, en marzo de 2020. Con la alarma activada. Como cuando salta la de un coche y no para de sonar: desconcertante, irritante, inútil, contraproducente.
Nos hemos quedamos instalados en un estado de alarma permanente. Nos hemos quedado encerrados en un país que dejamos de entender desde entonces, confinados en un espacio cada vez más estrecho, en el que nos falta tanto el aire como la libertad.
La vida política en España ya había empezado a hacerse irrespirable. Pero Pedro Sánchez nos encerró cien días y cien noches.
Y, cuando giró la llave para abrir, nos quedamos dentro, mirando la puerta cerrada de la celda. Entonces supo que podría hacernos cualquier cosa, porque nos íbamos a quedar ahí, agarrándonos a los barrotes con incredulidad y frustración.
Pero no saldríamos, no nos escaparíamos.
No hay más que vernos. Son incontables las afrentas, los engaños, las rupturas de principios básicos, de normas esenciales.
Pero aquí seguimos, cinco años después, meneando la cabeza con desaprobación, pero convencidos de que estamos a merced de alguien que, tal es su poder, fue capaz de hacernos capitular tanto.
Como el cuento de Jorge Bucay sobre el elefante encadenado a una minúscula estaca, ¿lo recuerdan?
Pura indefensión aprendida.